El Precio de Tu Indiferencia
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Capítulo 4

A la mañana siguiente, Ricardo se despertó y, al ver que yo seguía en casa y las maletas estaban en un rincón, asumió que su "táctica" de ignorarme había funcionado.

Actuó como si la conversación de la noche anterior nunca hubiera ocurrido, pero había una tensión palpable en el aire.

Cuando vio que yo no le dirigía la palabra, su paciencia se agotó.

"¿Vas a seguir con esa cara todo el día?" espetó, golpeando la taza de café contra la mesa. "¡Ya te dije que lo siento! ¿Qué más quieres que haga? ¡No tengo tiempo para tus niñerías, Sofía!"

Su ira era una herramienta que siempre usaba para controlarme, antes, yo me habría encogido, habría pedido perdón incluso sin saber por qué, me habría apresurado a calmarlo para restaurar la paz.

Pero esta vez, algo dentro de mí se mantuvo firme, inquebrantable, lo miré sin expresión y no dije nada.

Mi silencio lo descolocó más que cualquier grito, esperaba una pelea, una reacción, pero no le di nada.

Comenzó una guerra fría, durante dos días, apenas cruzamos palabra, él esperaba que yo cediera, que me arrastrara de vuelta a él pidiendo disculpas.

Pero yo ya no vivía en esa dinámica, mi mente estaba en otro lugar, planeando mi salida, cada minuto de su silencio era una confirmación de que estaba tomando la decisión correcta.

La mañana del tercer día, rompió el silencio con una petición que superó todos los límites de la desvergüenza.

"Oye," dijo, mientras se anudaba la corbata frente al espejo. "El vestido que Isabella va a usar para la gala de esta noche tiene un problema en el bajo, ¿podrías arreglárselo? Ella no confía en nadie más."

Me quedé mirándolo, esperando alguna señal de que era una broma de mal gusto, pero su expresión era completamente seria.

Quería que yo, su prometida, la mujer que estaba de luto por nuestro hijo perdido, cosiera el vestido de su amante para que pudiera lucirse en un evento al que, por supuesto, yo no estaba invitada.

Una parte de mí quería gritar, lanzarle algo, pero la otra parte, la parte fría y calculadora que había nacido del dolor, vio una oportunidad.

"Claro," respondí con una calma glacial. "Dile que lo traiga."

Él pareció sorprendido por mi docilidad, pero rápidamente lo tomó como una señal de que yo finalmente estaba "entrando en razón".

En mi mente, este sería mi último acto de servicio en esta casa, un pago final por los años que pasamos juntos, por la ayuda que me dio al principio de mi carrera, antes de que su ego lo consumiera todo.

Consideraría esto como saldar una vieja deuda, después de esto, no le debería nada, sería libre.

Más tarde, Isabella llegó al departamento, con el vestido en un portatrajes y una sonrisa falsa en los labios.

"Sofía, gracias por hacer esto, eres un ángel," dijo con su voz melosa.

Mientras yo tomaba las medidas y marcaba la tela, ella no paraba de hablar de la gala, de lo importante que era para la carrera de Ricardo, y de lo emocionada que estaba de acompañarlo.

Era una tortura calculada, diseñada para restregarme su victoria en la cara, yo solo asentía y seguía trabajando, mi mente enfocada en el objetivo final.

Cuando terminé, Ricardo entró en la habitación.

"¿Ya está listo? Perfecto," dijo, sacando su cartera. "Ten, por las molestias."

Me extendió un fajo de billetes, como si yo fuera una simple costurera, no su prometida.

El insulto fue tan grande que sentí un vértigo, pero mantuve la compostura.

"No es necesario, Ricardo," dije, mi voz apenas un susurro.

Él insistió, metiendo el dinero en el bolsillo de mi bata.

"Anda, tómalo, cómprate algo bonito."

Miré el dinero, luego lo miré a él, en ese momento, hice un recuento silencioso en mi cabeza, los años de amor incondicional, las noches en vela apoyándolo, los sacrificios personales, los sueños compartidos, todo a cambio de unos cuantos billetes arrugados y un beso en la frente.

Él no tenía idea del valor de lo que estaba perdiendo, y eso, de alguna manera, me dio la paz que necesitaba para dar el último paso.

                         

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