Amor y Venganza en el Tango
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Capítulo 1

El zumbido de la multitud se sentía como una presión física contra los oídos de Sofía Romero, un sonido denso y expectante que llenaba cada rincón del gran teatro. Las luces del escenario la bañaban en un calor artificial, haciendo que las lentejuelas de su traje de baile brillaran como un millar de pequeños ojos. La música, una pieza de tango apasionada que había ensayado hasta que sus pies sangraron, comenzó a sonar desde los altavoces. Era su momento, el clímax de la competencia nacional de talentos, la oportunidad que cambiaría su vida y la de su familia para siempre.

Pero Sofía no se movió.

Se quedó de pie en el centro del escenario, inmóvil como una estatua, con los brazos a los costados y la mirada perdida en la oscuridad más allá de las luces. El público, al principio confundido, empezó a murmurar. Los murmullos crecieron hasta convertirse en un murmullo inquieto. Los jueces se miraron entre sí, frunciendo el ceño. En la primera fila, su madre, Doña Elena, se llevó una mano a la boca, con los ojos llenos de una angustia que Sofía podía sentir incluso a esa distancia. Su padre, Don Manuel, tenía la mandíbula apretada, una mezcla de confusión y feroz protección en su rostro.

Sofía giró lentamente la cabeza y su mirada encontró la de ellos. Ricardo Solís, su mejor amigo y compañero de baile, estaba a un lado del escenario, con una sonrisa ensayada de aliento que no llegaba a sus ojos. A su lado, Valeria Rojas, su rival de toda la vida y la novia de Ricardo, la observaba con una expresión de apenas disimulada satisfacción.

Y en ese instante, el mundo se fracturó.

No era la primera vez que vivía este momento. En su otra vida, la vida que terminó en un abismo de vergüenza y desesperación, ella había bailado. Había bailado con toda la pasión y el fuego de su alma, ejecutando cada paso a la perfección. Ganó la competencia esa noche, pero su victoria duró menos de veinticuatro horas. Al día siguiente, estalló el escándalo. Una acusación de fraude, de haber sobornado a un juez. Pruebas falsificadas, testimonios manipulados y una campaña de desprestigio orquestada con una crueldad metódica la destruyeron.

Recordó los titulares humillantes, las cámaras en la puerta de su humilde casa, las miradas de desprecio en la calle. Perdió la beca, su reputación, su futuro. Ricardo y Valeria, que quedaron en segundo lugar, ascendieron sobre sus ruinas. Dieron entrevistas, hablando de su "decepción" por la "falta de ética" de Sofía, mientras aceptaban el premio y la beca que le habían arrebatado. Su familia se hundió con ella. El pequeño puesto de tamales de su madre, que había financiado cada una de sus lecciones de baile, fue boicoteado. Su padre, un hombre orgulloso, envejeció una década en un mes, luchando contra la impotencia y la rabia. Ella misma cayó en una depresión tan profunda que el mundo perdió su color y su sonido, hasta que un día, en medio de una lluvia torrencial, un coche que no vio acabó con su sufrimiento.

Y entonces, despertó.

Despertó aquí, en este mismo escenario, con el calor de las luces en su piel y el eco de la música de tango en sus oídos. El universo, en un acto de crueldad o de misericordia, le había dado una segunda oportunidad. Había regresado al momento exacto en que todo se vino abajo.

El dolor de esos recuerdos la golpeó con la fuerza de un puñetazo en el estómago, dejándola sin aliento. El sudor frío le recorrió la espalda. Era real. La traición, la ruina, el dolor de sus padres... todo había sucedido. Y estaba a punto de suceder de nuevo.

Su mirada se clavó en Ricardo. Su "mejor amigo". Vio la ambición brillando detrás de su falsa preocupación. Vio la envidia que siempre había sentido por su talento, una envidia que su madre, una mujer manipuladora y hambrienta de éxito, había alimentado sin cesar. Luego miró a Valeria, cuya vanidad y crueldad eran tan evidentes como el costoso perfume que usaba. Eran ellos. Junto con la madre de Ricardo, ellos eran los arquitectos de su destrucción.

La música seguía sonando, una banda sonora irónica para su epifanía. La gente gritaba su nombre, algunos con impaciencia, otros con preocupación. Los jueces estaban a punto de descalificarla.

Y en ese momento, Sofía tomó una decisión.

No iba a bailar.

No iba a darles la satisfacción de destruirla de la misma manera. No iba a jugar su juego. Si querían quitarle su sueño, que lo hicieran, pero esta vez, sería en sus propios términos. Esta vez, ella no sería la víctima. Sería la cazadora.

Levantó la barbilla, y una calma gélida se apoderó de ella. El pánico se disolvió, reemplazado por una determinación tan dura como el acero. Vio la red de mentiras que la habían atrapado en su vida anterior, pero ahora, desde esta nueva perspectiva, también veía los hilos. Veía cómo tirar de ellos para que todo se deshiciera.

El primer paso era abandonar el tablero de juego que ellos controlaban.

El tango llegó a su fin con un acorde dramático, y el silencio que siguió fue atronador. Sofía caminó con paso firme hacia el borde del escenario, tomó el micrófono de su pedestal y lo acercó a sus labios. El corazón le latía con fuerza, no por miedo, sino por la adrenalina de la batalla que estaba a punto de comenzar.

Miró directamente a los jueces, luego a la multitud, y finalmente, su mirada se posó en Ricardo y Valeria, que la observaban con una mezcla de triunfo y confusión.

"Gracias a todos por su apoyo", dijo, su voz resonando clara y firme en todo el teatro. "Pero he tomado una decisión".

Hizo una pausa, dejando que la tensión se acumulara.

"Me retiro de la competencia. Y del baile. Para siempre".

            
            

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