Su Juego Cruel, Su Corazón Roto
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Capítulo 4

El centro de artes era el sueño de Kenia. Lo había fundado en su antiguo barrio, un espacio seguro para que los niños de escasos recursos crearan y se expresaran. Héctor lo había financiado, otro de sus grandes gestos.

Sabía que asistir a la gala era una mala idea, pero tenía que ir. Por los niños. Por su mentor, el director del centro, el profesor Morales.

El equipo de maquillaje hizo todo lo posible por ocultar las ojeras bajo sus ojos y el aspecto pálido y demacrado de su rostro. Parecía una muñeca de porcelana, hermosa y frágil.

Cuando llegó, los niños del centro la rodearon, sus rostros brillantes de emoción. -¡Kenia! ¡Estás aquí!

Por primera vez en días, una sonrisa genuina rozó sus labios. Esto era real. Esto importaba.

La gala estaba en pleno apogeo. El profesor Morales subió al escenario para dar un discurso.

-Quiero agradecer a la persona que hizo todo esto posible -dijo, su voz llena de emoción-. Su visión y dedicación les han dado un futuro a estos niños. ¡Por favor, acompáñenme a agradecer a la señorita Kenia Reyes!

La sala aplaudió. Pero un reportero de una notoria revista de chismes se puso de pie.

-Profesor Morales, nuestros registros muestran que la donante principal de este centro figura como la señorita Estela Garza. ¿Está usted equivocado?

El profesor Morales parecía confundido. -No, eso no está bien. Kenia hizo todo. Ella le trajo la propuesta al señor De la Torre, supervisó la construcción, diseñó el plan de estudios...

Todos los ojos se volvieron hacia Héctor. Estaba de pie en la primera fila, luciendo increíblemente guapo en su esmoquin.

El corazón de Kenia latía con fuerza. Este era el momento. Su oportunidad de decir la verdad. De darle este pequeño crédito.

Subió al escenario, tomó el micrófono y se paró junto al profesor Morales.

Ni siquiera miró a Kenia.

-El profesor Morales es un hombre apasionado -dijo Héctor, su voz suave y encantadora-. Pero está equivocado. La idea de este centro, la financiación, todo vino de Estela. Ella tiene un gran corazón.

Luego se volvió hacia Kenia, su mano descansando en su hombro en un gesto que parecía íntimo pero se sentía como un grillete. Su voz bajó a un susurro que solo ella pudo oír.

-¿Por qué haces esto, Kenia? ¿Intentando robarle el crédito a Estela? Estoy tan decepcionado de ti.

La sala estalló. Las cámaras destellaron en su cara. Los reporteros gritaban preguntas.

-Señorita Reyes, ¿es usted un fraude?

-¿Es usted la otra mujer en la relación de Héctor y Estela?

-¿Fingió el secuestro para llamar la atención?

Las lágrimas nublaron la visión de Kenia. Miró a Héctor, su última pizca de esperanza desmoronándose. Le hizo una última pregunta, su voz quebrándose.

-Héctor, ¿soy tu prometida o solo tu amante?

Él la miró fijamente, su rostro ilegible. No dijo nada.

Esa fue su respuesta.

En su mundo, frente a su gente, ella no era nada. Un juguete. Un secreto. Una vergüenza.

Su amor, su dignidad, su vida entera durante los últimos tres años, todo se derrumbó en ese único momento de silencio.

Con manos temblorosas, metió la mano en su bolso y sacó su acta de matrimonio. La que él le había presentado con orgullo hacía tres años.

La sostuvo en alto para que todas las cámaras la vieran.

Luego, lenta y deliberadamente, la rompió por la mitad. Y otra vez por la mitad.

Arrojó los pedazos al aire como confeti. Revolotearon a su alrededor, pequeños fantasmas blancos de una vida que nunca fue.

-Terminamos, Héctor -dijo, su voz clara y fuerte.

Se dio la vuelta y se alejó, sin mirar atrás. Podía oírlo llamarla por su nombre, pero su voz fue ahogada por el caos del frenesí mediático.

La alcanzó afuera, agarrándola del brazo. La arrastró a su coche y la metió dentro.

La llevó de vuelta al penthouse y la encerró.

-Ya has causado suficientes problemas -dijo, su voz fría-. Te quedarás aquí hasta que te calmes.

Le quitó el celular, la laptop, su conexión con el mundo exterior. La trató no como a una amante despechada, sino como a una niña traviesa haciendo un berrinche.

Era una prisionera en su jaula dorada. El personal la ignoraba. Los días se confundían unos con otros. No lloró. No gritó. Simplemente existió, un cascarón vacío de la mujer que solía ser.

Un día, Estela vino a visitarla, con una sonrisa triunfante en su rostro.

-¿Qué se siente ser la mujer más odiada de la Ciudad de México? -preguntó.

Kenia solo sonrió, una sonrisa vacía y ausente.

Fue Sara, la secretaria que le había mostrado un momento de amabilidad, quien le dio la noticia. Le pasó un celular a Kenia cuando nadie miraba.

El titular era crudo. "Director de Centro de Artes Comunitario Muere de Infarto en Medio de Escándalo".

El profesor Morales estaba muerto. El estrés del escándalo mediático, las acusaciones de fraude, habían sido demasiado para él.

El artículo incluía una foto. Un pastel de "condolencias" había sido enviado a su familia. En él, con un glaseado alegre, estaban las palabras: "¡Lamento tu pérdida! ¡Otra víctima de la broma! - H y E".

Kenia se quedó mirando la foto, todo su cuerpo temblando. Esta fue la gota que derramó el vaso. No solo la habían destruido a ella; habían matado a un hombre inocente.

Esa noche, rompió la alcancía donde había estado guardando efectivo, un hábito secreto de sus días más pobres. Le pagó a una empleada y, mientras Héctor y Estela celebraban su victoria, se escabulló del penthouse y desapareció en la noche.

            
            

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