"Debí perderlo cuando me estaban cambiando las vendas", respondió con una voz desprovista de emoción. "Estaba flojo".
Era una mentira frágil, pero él se aferró a esa ilusión con desesperación, como alguien que se está ahogando. El alivio que inundó sus facciones resultaba tan intenso que le provocaba náuseas.
"Oh... claro. Sí, está bien", tartamudeó. "Lo mandaremos ajustar enseguida. Haré que un joyero venga en menos de una hora".
Pasaron apenas dos días antes de que, al ser dada de alta del ala médica, él insistiera en llevarla a pasear. Era una excursión planeada como disculpa pública.
La condujo a Rodeo Drive, un lugar que ella siempre había detestado. Allí la llevó por boutiques de precios escandalosos, comprándole artículos que no deseaba, mientras la sofocaba con gestos teatrales de afecto.
"Lo que mi reina quiera, mi reina lo obtiene", anunció en voz alta dentro de una joyería, provocando que varios compradores desviaran la mirada hacia ellos.
Le colocó en el cuello un collar de diamantes tan pesado que parecía más una cadena que un obsequio.
"¿No es perfecto?", susurró una mujer a su amiga. "Es un sueño de esposo. La adora".
Alana, en cambio, no sentía nada. Cada obsequio era un grillete dorado, cada halago del público un recordatorio de su encierro invisible.
Fue entonces cuando lo vio. En el escaparate discreto de una exclusiva casa de subastas brillaba un relicario de plata, desgastado por los años.
Era de su madre.
Ese objeto había desaparecido cuando su padre vendió todas las pertenencias de ella tras volver a casarse. Contemplar el relicario allí fue como recibir un golpe directo en el corazón.
"Quiero eso", dijo con voz tensa.
Austen, fascinado por la primera chispa de interés que mostraba, no dudó en organizar una visita privada.
El precio inicial era elevado, pero manejable. Ella estaba decidida a recuperarlo.
Sin embargo, cuando comenzó la subasta, surgió una voz inesperada que elevó la cifra.
Era Joyce. Sentada enfrente, la miraba con una expresión satisfecha mientras ofrecía dinero solo para enfrentarla.
"Joyce, detente", murmuró Alana con los dientes apretados.
La otra mujer solo sonrió.
"Austen", rogó Alana, volviéndose hacia él. "Pídele que se detenga, ese relicario era de mi madre".
Él vaciló, dividido entre la súplica de su esposa y la mirada caprichosa de Joyce.
"Mi amor", susurró con suavidad mientras le tomaba el brazo, "es solo una joya, déjala que se lo quede; yo te compraré algo aún mejor".
Ese gesto de traición caló más hondo que cualquier golpe físico. Estaba eligiendo a ella, de nuevo, por encima del recuerdo más íntimo de su madre.
"No", respondió Alana con la voz temblando por la ira. Luego miró directamente al subastador. "Un millón de dólares".
La sala quedó paralizada. Joyce abrió la boca, desconcertada.
"¡Vendida!", declaró el subastador.
Alana había ganado, aunque sabía que era una victoria hueca.
Joyce estalló en lágrimas y salió huyendo, representando otra vez el papel de víctima.
Austen dio un paso para seguirla, pero Alana lo detuvo. "No vas a moverte conmigo aquí, Austen".
Él dudó unos segundos antes de suspirar con resignación. "Está bien, espérame en el auto, buscaré el relicario para ti".
Se alejó, pero Alana, movida por un impulso irrefrenable, decidió seguirlo.
Lo encontró en un pasillo apartado de la casa de subastas, en compañía de Joyce.
No la reprendía; la consolaba. Le acariciaba el cabello con ternura, dándole la espalda a su esposa.
"Tranquila, mi dulce", susurraba. "No llores. Te regalaré otro, incluso más hermoso".
"Pero yo quería ese", sollozó Joyce. "Solo quería arrebatarle otra cosa".
"Lo sé, lo sé", murmuró Austen. "No permitiré que te hiera, encontraremos otra manera de castigarla por esto, te lo prometo".
El pecho de Alana se cerró como si una prensa invisible lo aplastara. Apenas lograba respirar. Se giró y huyó, tambaleante, hasta perderse en la noche fría.
Corrió sin rumbo, con las luces de la ciudad difuminándose entre sus lágrimas.
Su teléfono vibró. Era un mensaje de Austen.
"Perdón por la demora, tengo el relicario. Estoy en el estacionamiento oeste, nivel 3. Te preparé una sorpresa".
Una sorpresa. Ella sabía bien lo que significaba. Castigo número noventa y ocho.
Caminó hasta el estacionamiento, con una sensación de vacío anestesiando su cuerpo.
Encontró el auto con el motor encendido. Al acercarse a abrir la puerta, dos hombres surgieron de entre las sombras y la sujetaron con violencia.
No hablaron, solo comenzaron a golpearla. Puños en el estómago, rodillazos en la espalda. Uno de ellos la derribó con una patada en las piernas, haciéndola caer de lleno sobre el suelo de concreto.
El dolor físico era atroz, aunque la humillación emocional lo superaba.
"Esto es por molestar a la señora Cummings", gruñó uno antes de asestarle un último puntapié brutal en las costillas.
Escuchó el crujido de hueso quebrado.
La dejaron allí tendida, doblada y sangrante sobre el pavimento frío impregnado de aceite.
Su teléfono vibró otra vez. Ahora era Joyce.
En la pantalla apareció la foto del relicario de plata, destrozado en pedazos. El texto que lo acompañaba decía: "Él manda saludos. Ah, y papá organiza una cena familiar esta noche; será mejor que asistas".
Alana contempló la foto del objeto de su madre hecho trizas y algo dentro de ella también se quebró.
Se puso de pie, ignorando el dolor ardiente en sus costillas. Tenía que ir a esa cena y recuperar lo que quedaba del relicario.
Fue una larga y agonizante caminata hasta la casa de su padre. Cada paso liberaba una nueva oleada de dolor. Sin embargo, continuó avanzando.