Con voz cortante, la sujetó del brazo y siseó: "¿Qué haces aquí, presentándote en este estado? Me avergüenzas".
"Vine por el relicario de mi madre", pronunció Alana con un tono seco.
Él frunció los labios y replicó con frialdad: "Sal de esta casa, no eres bienvenida".
En ese instante, ella recordó cómo ese hombre alguna vez habría hecho lo imposible por protegerla. Antes de la muerte de su madre. Antes de que la ambición social lo devorara, reduciéndola a un simple recurso para su prestigio.
El dolor interno se superponía al físico. Sin más palabras, lo dejó atrás y caminó hacia el centro del salón, con los ojos clavados en una sola persona.
"Joyce", dijo, y su voz retumbó en el silencio que se expandió de inmediato. "Entrégame el relicario".
Con fingida dulzura, Joyce alzó una pequeña bolsa de terciopelo. "Aquí lo tienes, hermana. Lamento lo ocurrido".
Balanceó la bolsa y, justo cuando Alana alargaba la mano, la dejó caer.
Los fragmentos de plata rota y la diminuta fotografía descolorida de su madre se dispersaron por el suelo.
Ese instante quebró algo dentro de Alana.
Sin contenerse, abofeteó a Joyce y el chasquido seco resonó en la sala.
De inmediato, Diana, la madre de Joyce, soltó un grito agudo y empujó a Alana con violencia. "¡Monstruo! ¿Cómo te atreves a tocar a mi hija?".
El golpe la hizo retroceder. Sintió cómo la costilla rota ardía con un dolor atroz, y terminó cayendo sobre una instalación decorativa de esculturas de vidrio. Los fragmentos se estrellaron contra su piel, abriéndole cortes en brazos y piernas.
Pero nadie se inclinó para socorrerla. Todos se apresuraron hacia Joyce, rodeándola y consolándola por una simple marca roja en su mejilla.
La voz de Robert retumbó entonces con furia: "¡Enciérrenla en el sótano! ¡No quiero verla más esta noche!".
Dos guardias obedecieron de inmediato, agarrándola con fuerza. La arrastraron por el suelo mientras ella apenas podía mantenerse en pie.
Justo en ese momento, la puerta principal se abrió y un repartidor apareció cargando un enorme ramo de hortensias azules, las flores favoritas de Alana.
La tarjeta no dejaba dudas:
"Para la que realmente importa". - A.
El recuerdo de la promesa nupcial de Austen, llenar siempre su hogar con hortensias, se desmoronaba ahora convertido en un obsequio destinado a Joyce.
La arrojaron al sótano húmedo y frío, cerrando la puerta con llave.
La oscuridad era absoluta, impregnada de tierra mojada y un olor a descomposición.
Golpeó la puerta, gritó hasta desgarrarse la garganta, pero nadie respondió.
La oscuridad cerrada avivó un recuerdo que había mantenido sepultado: el secuestro. Estar encerrada en el maletero de ese vehículo, el hedor a gasolina, la opresión asfixiante del miedo.
El pánico se adueñó de ella. Su corazón golpeaba con violencia contra las costillas, y no podía respirar. Terminó acurrucada en el suelo helado, temblando sin control.
De pronto, la puerta del sótano se abrió de golpe.
Una figura se recortó contra la luz del pasillo.
Era Austen.
La levantó y la estrechó con fuerza contra su pecho.
"Alana, estoy aquí. Lo lamento tanto, vine tan pronto como supe lo ocurrido".
En su estado de confusión y angustia, la mente de Alana retrocedió quince años atrás, al día en que rescató a un chico de entre los escombros.
"Stellan", murmuró, pronunciando el apodo que ella misma le había dado entonces, el que significaba "estrella" en un idioma que su madre le enseñó.
El cuerpo de Austen se tensó al instante. Sus brazos se endurecieron como hierro a su alrededor.
La apartó bruscamente y la observó con los ojos desorbitados.
"¿Cómo me llamaste?", preguntó, con la voz impregnada de una extraña mezcla de tensión y sorpresa. "¿De dónde sabes ese nombre?".