Con las manos temblorosas rebusqué en una vieja caja de zapatos escondida bajo la cama. Estaba llena de recuerdos de mi "vida pasada" con Gavin: boletos de cine baratos, una flor seca que había recogido para mí. Y, en el fondo, una tarjeta de presentación impecable.
Connor Norton. CEO de Norton Corp.
Lo recordaba bien. Años atrás, antes del desastre, había sido una fuente anónima para él. Descubrí un complot de espionaje que buscaba incriminarlo y arruinar su empresa. Se trataba de una jugada de uno de sus rivales. Le envié las pruebas por un canal encriptado, evitando su caída. Nunca supo quién era, pero alcanzó a mandarme un mensaje antes de que yo desapareciera.
"Estoy en deuda contigo para siempre. Si alguna vez necesitas algo, lo que sea, llama a este número".
Guardé aquella tarjeta como un recuerdo extraño de una vida olvidada. Ahora se había convertido en mi única salida.
Sin pensarlo demasiado, saqué el teléfono y marqué el número. Mi corazón golpeaba con fuerza contra las costillas a cada timbre.
Una voz masculina, calmada y profesional, contestó al segundo. "¿Hola?".
"¿Es Connor Norton?", pregunté apenas en un susurro.
Hubo una pausa breve. "¿Quién habla?".
"No me conoces", solté con prisa. "Hace tiempo te ayudé... con una trampa. Dijiste que si algún día necesitaba algo...".
El silencio duró apenas un segundo antes de que su voz regresara, esta vez afilada, cargada de atención. "Eres tú".
"Sí".
"¿Dónde estás? ¿Estás en problemas?".
"Yo...". No alcancé a responder. La puerta del apartamento se abrió de golpe.
Era Gavin.
Aún llevaba ese traje ridículamente caro, aunque ya se había aflojado la corbata. Tenía en la mano una bolsa de una tiendita de esquina.
"Ainsley, cariño, ya estoy en casa", dijo con voz fingida.
Colgué de inmediato. Un escalofrío me recorrió entera.
Me encontró junto a la cama, con el teléfono aún en la mano. Sus ojos se entrecerraron con desconfianza. "¿Con quién hablabas?".
"Solo... mi jefe del trabajo de limpieza", mentí, con la voz temblando. "Estaba confirmando mi turno de mañana".
Se acercó y me arrebató el teléfono. Revisó las llamadas recientes con una expresión indescifrable. El corazón me martillaba en el pecho; en cualquier momento vería el número de Connor y todo acabaría.
Pero solo frunció el ceño. "¿Un número desconocido? Ainsley, ya hemos hablado de esto. No es seguro en este vecindario. No deberías hablar con extraños".
Me envolvió en sus brazos y su contacto hizo que la piel se me erizara. "Me preocupo por ti. Aquí sola mientras yo estoy afuera recibiendo golpes por nosotros".
La hipocresía era tan sofocante que casi me quebraba. Quería gritarle, arañarle la cara, decirle que lo sabía todo.
Pero me forcé a mantener la calma. Tenía que ser lista. Tenía que seguirle el juego, al menos por un poco más.
Me dejé caer en su abrazo, un gesto enfermizamente familiar. "Lo siento, Gavin. Me sentía sola".
Él acarició mi cabello con una sonrisa satisfecha. Amaba mi dependencia. Se alimentaba de ella. "Lo sé, cariño. Sé que es difícil. Pero todo lo hago por nuestro futuro".
Sus palabras eran puro veneno.
Me besó en la frente, un gesto que alguna vez me pareció la forma más pura de amor, pero que ahora sentía como una marca. "Estoy hambriento. Compré algo de comida para llevar de camino".
Me aparté, con el estómago revuelto. "No tengo hambre".
"Tienes que comer", dijo con un tono más duro. "Necesito que estés sana".
Lo miré, buscando en sus ojos algún rastro del hombre que creí conocer. No había nada, solo una posesividad inquietante. "Saliste en la televisión esta noche, Gavin".
Su cuerpo se tensó apenas un instante, luego fingió desconcierto. "¿De qué hablas, Ainsley?".
"Un reportaje. Sobre un multimillonario llamado Gavin Hawkins". Lo observé con cuidado. "Se parecía mucho a ti".
Soltó una risa seca y burlona. "Cariño, ¿sabes cuántas personas se parecen? Ojalá fuera multimillonario. Entonces no tendría que luchar más. Podría quedarme en casa y cuidarte todo el día".
Era tan bueno mintiendo, demasiado convincente.
Se dio la vuelta y caminó hacia la cocina, dándome la espalda. "Vamos, comamos. Estoy tan cansado que me duele todo el cuerpo".
Lo observé alejarse, su paso firme contrastando con la farsa del arrastrar de pies que solía usar. Todo era un acto. Cada detalle. La forma en que cojeaba, los falsos gemidos de dolor.
Recordé esa vez que llegó con un corte profundo en el brazo. Me dijo que una botella rota lo había herido en una pelea callejera. Yo lo limpié y lo cosí con un kit de farmacia, llorando.
Ahora lo entendía. Todo era parte del espectáculo. Cada herida, cada gesto, todo calculado para que yo sintiera lástima, para hacerme sentir necesaria, para atarme a él con mis propias manos.
Era un monstruo. Pero era mi monstruo. Y, por un instante, los recuerdos falsos y los sentimientos de esos tres años chocaron de frente con la verdad más cruel. El dolor me mareaba.
El teléfono vibró en el mostrador donde lo había dejado. Era un mensaje de "Heidi".
"Pensando en ti. No puedo esperar nuestra fiesta de compromiso mañana por la noche en el evento benéfico de la Casa de Subastas Grand Oak".
Él volvió a la habitación y me encontró mirando la pantalla. Tomó el teléfono con rapidez.
"Es solo mi entrenador", murmuró, evitando mis ojos. "Quiere que haga una práctica extra mañana. Lo siento, cariño, sé que íbamos a pasar el día juntos".
"Está bien", respondí, con voz plana. "El trabajo es el trabajo".
Él sonrió, aliviado. "Esa es mi chica".
A la mañana siguiente salió temprano, dejándome un beso que me heló los labios. Apenas cerró la puerta, me levanté. Tenía que irme y conseguir suficiente dinero para desaparecer.
Encontré un volante de una empresa de catering que buscaba personal de último minuto para un gran evento esa noche. Una subasta benéfica. Pagaban bien, en efectivo al final de la jornada. Era perfecto.
El lugar era la Casa de Subastas Grand Oak, lo más exclusivo de la ciudad. Todo rebosaba riqueza: candelabros colgando del techo y gente con trajes y vestidos de miles de dólares que bebían champán mientras conversaban.
Mantuve la cabeza agachada, sosteniendo una bandeja de aperitivos, tratando de ser invisible.
Y entonces los vi, a él y a Heidi. Eran el centro de todo. Él rodeaba su cintura, riendo con un grupo de hombres trajeados, como un rey en su propio reino.
Ella brillaba, llevando un collar de diamantes que resplandecía bajo las luces. Se inclinó hacia él, le susurró algo al oído y lo hizo sonreír.
Parecía tan feliz, tan despreocupado.
Nunca se veía así conmigo. Conmigo siempre estaba "luchando", siempre "cansado".
Cerca, un grupo de mujeres chismeaba.
"Está tan enamorado de ella", comentó una.
"Escuché que esta noche le comprará la 'Estrella del Océano'", murmuró otra. "El diamante azul. Es la joya principal de la subasta".
"Él haría cualquier cosa por ella", suspiró la primera. "Está totalmente entregado".
Heidi tomó un trozo de pastel y se lo ofreció juguetonamente. Él le dio un bocado, sin apartar los ojos de los suyos.
"Te amo, Gavin", dijo ella, lo bastante alto como para que todos escucharan.
"Te amo más", respondió él, con una emoción que jamás me mostró. Se inclinó y la besó. Fue un beso largo, apasionado, que arrancó aplausos de la multitud.
La bandeja se me cayó con estrépito.
Las miradas se volvieron hacia mí.
Por un instante aterrador, sus ojos se cruzaron con los míos.
Pero él no me reconoció, se mostró molesto. Y enseguida volvió a ella, como si yo no fuera más que otra camarera torpe.