-¿Te atreves a cuestionarme, Adelaida? Te has vuelto venenosa. Irrazonable. -Sacó su teléfono, una sonrisa sombría en su rostro, y me mostró una foto. Era una representación digital de la urna de Anahí, destrozada, sus cenizas esparcidas, pero meticulosamente dispuestas para formar un símbolo crudo y burlón. Una nueva ola de dolor, caliente y cruda, me invadió.
Mis ojos ardían, pero me negué a darle la satisfacción de las lágrimas. Solo lo miré, mis dientes apretados con tanta fuerza que me dolía la mandíbula.
-¿Realmente crees en esta... Orquídea Pétalo de Luna? -dije con la voz ahogada, tratando de ganar tiempo, de hacerle ver lo ridículo de todo-. ¿Tú, un magnate de la tecnología, preferirías confiar en alguna hierba de cuento de hadas que en la ciencia médica real?
-No necesito darte explicaciones -dijo, su voz fría, final-. Ve. Y no me hagas repetirlo.
Un profundo cansancio se apoderó de mí. Mi corazón dolía con una desesperación hueca. No tenía otra opción. Todavía no. Iría. Pero no volvería.
Me llevaron a un yate privado. Mientras navegábamos cada vez más lejos de la costa, las luces de la ciudad desvaneciéndose en el horizonte, vi a Carlos y Aurora en la lujosa cabina de abajo. Reían, chocando copas de champaña. Un brindis de celebración, sin duda, por mi exilio forzado.
Aurora, al verme, saludó con una sonrisa sacarina.
-¡Ten mucho cuidado, Adelaida! El mar puede ser bastante peligroso en esta época del año. -Su preocupación era tan falsa como sus lágrimas.
Carlos, con los ojos vidriosos por el alcohol, levantó su copa.
-¿Recuerdas, Adelaida? Solías amar bucear. Tan elegante, tan fuerte. Qué lástima que esas manos tuyas ya no sean capaces de tal delicadeza. -Se rió, un sonido cruel y burlón que resonó en el vasto vacío del océano.
Mi mano derecha, todavía un garrote vendado, se apretó instintivamente. Lo había olvidado. Había olvidado por completo que mis manos, las manos de las que acababa de burlarse, estaban destrozadas por su culpa. La comprensión fue una nueva puñalada de dolor, un testimonio de su total indiferencia.
El barco se detuvo en medio de la nada. Bajaron un pequeño bote inflable, junto con un traje de buceo y equipo básico. Señalaron un punto en las olas agitadas.
-Allí abajo -dijo uno de sus guardias, su voz plana-. Ahí es donde se dice que crece la orquídea.
Respiré hondo, el aire salado llenando mis pulmones. Me zambullí en el agua fría y oscura. El abrazo gélido fue un shock, una bienvenida brutal a las profundidades.
Abajo, la visibilidad era horrenda. Un mundo turbio, de tonos verdosos. Mi mano dañada pulsaba con un dolor desconocido, haciendo que cada movimiento fuera una lucha. Pateé, impulsada por una necesidad desesperada de supervivencia, de escape.
Entonces, una corriente repentina y poderosa se arremolinó a mi alrededor. Una forma oscura y masiva pasó a toda velocidad, apenas rozándome. Un tiburón. Mi corazón saltó a mi garganta. Me pegué contra una pared de roca irregular, mi respiración entrecortada. Tenía que concentrarme. Tenía que encontrar esa maldita orquídea.
Otra sombra, aún más grande, se movió en la periferia. Una silueta monstruosa contra la tenue luz que se filtraba desde arriba. Esto no era una inmersión ordinaria. Era una trampa mortal.
Mis ojos escanearon el lecho marino. Y entonces la vi. Un brillo tenue, casi iridiscente, anidado entre un grupo de algas. La Orquídea Pétalo de Luna. Justo debajo de mis pies.
Las cenizas esparcidas de Anahí. Las crueles burlas de los reporteros. Los ojos fríos e indiferentes de Carlos. Pasaron ante mis ojos, alimentando una rabia desesperada y ardiente. Si iba a caer, me llevaría al menos una pieza más de él conmigo.
Me impulsé desde la roca, lanzándome hacia la orquídea, mi mano dañada gritando en protesta. La arranqué de su lecho rocoso, agarrando la delicada flor con fuerza.
Justo cuando me di la vuelta, una masa enorme chocó conmigo. Un tiburón, sus mandíbulas abiertas, una aterradora fauces de dientes afilados como navajas. Se dirigía directamente hacia mí.
Mi mente corrió. Desesperada. Me arranqué el tanque de oxígeno, levantándolo como un garrote, y lo balanceé con toda la fuerza que me quedaba, golpeando el hocico del tiburón. Retrocedió, sorprendido, dándome unos preciosos segundos.
Pero la fuerza del impacto envió una nueva ola de agonía a través de mi muñeca derecha. Se arrugó, los huesos rechinando, una nueva ola de dolor haciendo que mi visión se nublara. Mis manos. Rotas de nuevo. Para siempre.
Mis pulmones ardían. Mi cabeza daba vueltas. El agua, una vez un refugio, ahora se sentía como un sudario sofocante. Me estaba hundiendo. Hacia abajo, hacia el abismo frío y negro. Iba a morir aquí.
Y entonces lo vi. Carlos. Su rostro, distorsionado por el agua, sus ojos abiertos con un terror frenético, zambulléndose en las profundidades, alcanzándome. Parecía frenético, casi loco.
Una risa amarga y hueca brotó, escapando de mis labios en una corriente de burbujas plateadas. Parecía tan desesperado. Tan ridículo. El hombre que me había condenado a este destino, ahora jugando al héroe. Era una actuación. Todo.
Desearía no haberlo conocido nunca. Nunca haberlo amado. Nunca haberlo salvado. Que se ahogara.