El engaño de su falso amor
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Capítulo 2

Ximena Barba POV:

El estruendo del techo al colapsar parte de la suite resonó en mis oídos, un recordatorio brutal del tiempo que se agotaba. Las llamas, antes confinadas, ahora se extendían con una velocidad aterradora. La madera crujía, el cristal explotaba. El aire se volvió irrespirable.

No había tiempo para el sentimentalismo. Éric y Soraya se habían ido. Ahora era mi turno.

Mi mente de arquitecta se activó. Escaneé la habitación con los ojos, buscando una salida, una debilidad en la estructura, algo que pudiera usar. ¿Qué recursos tenía a mi disposición? Las paredes, las ventanas, los muebles.

La suite ya no era un lugar de confort, sino una compleja ecuación de supervivencia. El humo espeso y negro llenaba la parte superior de la habitación. Me arrastré por el suelo, donde el aire era un poco más respirable.

Noté la ventana del baño, más pequeña, pero quizá más accesible. La chimenea estaba a mi derecha, su conducto tal vez ofrecía una ruta. Pero el balcón ya estaba fuera de juego, las sábanas de Éric eran la única forma y no había más.

Debo pensar.

El agua goteaba de una tubería rota cerca del lavabo. No era suficiente para apagar el fuego, pero podría humedecer un paño para respirar. En el armario, un par de mantas gruesas, tal vez de lana, que podrían ofrecer una mínima protección contra el calor si las envolvía alrededor de mi cuerpo.

El agua subía a un ritmo alarmante por el pasillo principal. Había una inundación de proporciones catastróficas, o quizá un sistema de tuberías rotas que se sumaba al incendio. El nivel de mi desesperación también subía.

Abrí el armario con brusquedad, mis manos temblaban, pero mi determinación era de acero. Saqué las mantas, eran pesadas y ásperas. No eran ideales, pero eran algo. En el fondo, encontré una pequeña bolsa de emergencia. Contenía una linterna, un silbato, y una navaja suiza. Pequeños tesoros en este infierno.

Me envolví en las mantas, esperando que me dieran unos minutos extra. El calor era sofocante, el aire pesado. Escuché un crujido aún más fuerte, y parte de la pared se desprendió. El fuego avanzaba, inexorable.

No había otra opción. Tenía que intentar con la ventana del baño.

Corrí hacia el baño, el calor me quemaba la piel incluso a través de las mantas. La ventana era pequeña, pero mi cuerpo era delgado. La navaja en mi mano. Rompí el cristal con un golpe seco, el sonido se perdió en el rugido del fuego. Los fragmentos cayeron, algunos rozando mi piel.

El viento y el humo me golpearon la cara. La ventana daba a un acantilado, y debajo, el lago. Oscuro y traicionero. Era un salto al vacío, pero era una salida.

Me ate las dos mantas a la cintura, no eran muy largas, pero me darían una oportunidad.

Me deslicé por la ventana, mis manos y pies buscando asideros en la pared rocosa. La caída era aterradora, pero el fuego a mi espalda me impulsaba. Un paso, otro. La desesperación se mezclaba con la adrenalina.

Mi corazón latía con fuerza contra mis costillas. El miedo, esa emoción primal, me pellizcaba la garganta. Pero no podía ceder. No ahora. No después de todo lo que había decidido dejar atrás.

El impacto con el agua fue brutal. El frío me envolvió, un shock para mi cuerpo ardiente. Las mantas me pesaban, me arrastraban hacia abajo. Luché por subir a la superficie, tosiendo, escupiendo agua y hollín. La linterna, atada a mi muñeca, aún funcionaba.

El lago era una extensión oscura, salpicada por los reflejos anaranjados del incendio en la montaña. La orilla parecía lejana, una promesa inalcanzable en la oscuridad. Pero no había otra opción. Tenía que nadar.

Empecé a bracear, cada movimiento era una agonía. Mis músculos, ya agotados, se quejaban. El frío se filtraba en mis huesos. Mis ojos buscaban cualquier señal de ayuda, cualquier luz en la oscuridad.

Una parte de mí quería creer que Éric, después de dejar a Soraya a salvo, regresaría. Pero la otra parte, la que había aprendido las lecciones de una vida anterior, sabía que esa era una esperanza vana. Él ya había hecho su elección. Y yo la mía.

En mi vida pasada, había un lago similar. Una tormenta, una embarcación. Mis gritos de auxilio se perdieron en el viento, mientras él se aferraba a la vida de otra persona, a una promesa que no era para mí. La tormenta había impedido cualquier rescate, y yo me había ahogado en la desesperación, no en el agua.

Pero esta vez, era diferente. Esta vez, yo era la dueña de mi destino.

Nado con más fuerza. La orilla, aunque aún lejana, parecía acercarse milímetro a milímetro. La adrenalina me impulsaba, la rabia me daba fuerzas. No me ahogaría. No de nuevo.

El cielo se oscureció, y gotas de lluvia comenzaron a caer. Primero, ligeras, luego, más intensas. El agua golpeaba mi rostro, mezclándose con mis lágrimas y el sudor. La tormenta se acercaba.

Justo cuando mis fuerzas flaqueaban, una luz. Un tenue resplandor en la distancia. Otra embarcación. ¿Era una ilusión? ¿Un espejismo de mi mente agotada?

"¡Ayuda!", grité, mi voz apenas un susurro ahogado por el viento y la lluvia. "¡Aquí! ¡Ayuda!"

La luz parpadeó, se movió. Se acercaba. Mi corazón se hinchó de una esperanza feroz.

La lluvia se intensificó, convirtiéndose en un diluvio. La visibilidad era casi nula. La pequeña embarcación se acercó, pero luego, para mi horror, comenzó a alejarse.

"¡No! ¡Por favor!", grité, mi voz desgarrada. "¡No me dejen aquí! ¡Por favor!"

Desesperada, saqué el silbato de la bolsa de emergencia y soplé con toda la fuerza que me quedaba. Un sonido agudo, estridente, cortó la furia de la tormenta.

La luz se detuvo. Luego, se volvió. Lentamente, la embarcación se acercó de nuevo. Mis ojos se fijaron en ella, mi mente se aferraba a esa última brizna de esperanza.

Una silueta oscura se alzó en la cubierta. Un hombre. No lograba distinguirlo, pero su presencia era real.

"¡Aquí!", grité de nuevo, soplando el silbato sin descanso.

El hombre levantó un brazo, señalándome. Había sido escuchada. Una ola de alivio, tan profunda que me hizo temblar, me recorrió. Con mis últimas fuerzas, empecé a nadar hacia la luz, hacia la salvación.

Una cuerda con un salvavidas fue lanzada hacia mí. Mis dedos, entumecidos por el frío, se aferraron a ella con una fuerza primigenia. Me arrastraron hacia la embarcación, cada centímetro era una lucha.

Cuando mis manos tocaron la borda, mi cuerpo colapsó. La fatiga me envolvió.

Un par de brazos fuertes me levantaron del agua. El calor de su cuerpo se irradió a través de mi piel empapada y helada. Me sostuvo con una facilidad sorprendente, como si no pesara nada.

Mis pies tocaron la cubierta. Estaba a salvo.

Un gemido escapó de mis labios. Mis músculos se habían rendido. Me desplomé, apenas consciente, en los brazos de mi salvador.

"Estás a salvo", dijo una voz grave, profunda, llena de calma. "Tómalo con calma."

Me sentí como un trapo mojado, sin fuerzas para responder. Solo podía respirar, tratando de absorber todo el oxígeno posible. Mi cuerpo temblaba sin control.

El hombre me observó con una mirada intensa, sus ojos oscuros penetrando los míos. Parecía evaluar mi estado, mi nivel de conciencia. Su expresión era seria, pero no amenazante.

"Necesitas calor", dijo. Me levantó de nuevo, esta vez con una ternura inesperada. Me llevó hacia el interior del barco, un lugar que parecía un refugio en medio del caos.

El interior de la cabina era cálido y seco, un lujo después del infierno y el frío. Me depositó suavemente en un sofá. Luego, se movió con eficiencia, buscando algo en un armario.

"Aquí tienes", dijo, ofreciéndome una toalla suave y una muda de ropa limpia. Era una camiseta grande y unos pantalones de deporte, claramente de hombre, pero secos y acogedores.

Asentí, mis dientes castañeteaban. Quería hablar, agradecer, pero mi boca no respondía. Mis manos temblaban mientras intentaba cambiarme.

Él no me miró. Se dio la vuelta, dándome privacidad, un gesto de respeto que, en ese momento, significaba el mundo. Rápidamente, me quité la ropa empapada, sintiendo el frío del aire en mi piel desnuda. Me puse la ropa seca, la tela suave contra mi piel irritada.

Un golpe en la puerta interrumpió el silencio. Mi salvador abrió. Una mujer alta y delgada, con un uniforme de enfermera, entró con una bandeja.

"Aquí está la sopa, señor Vélez", dijo.

¿Señor Vélez? Ese nombre me sonaba.

Mi salvador asintió con una leve sonrisa. "Gracias, Elena. Por favor, asegúrate de que coma algo".

La mujer, Elena, me entregó un tazón humeante de sopa. El aroma era embriagador. Mis intestinos rugieron. Me había olvidado de lo hambrienta que estaba.

Mientras comía, con una velocidad casi animal, levanté la vista hacia el hombre que ahora me miraba con una expresión de suave preocupación. Su rostro era fuerte, cincelado, con una barba bien cuidada que acentuaba su mandíbula. Sus ojos oscuros eran profundos, inteligentes. Tenía una presencia imponente.

"Gracias", dije, mi voz aún ronca. "Soy Ximena Barba."

Él me observó, una pequeña sonrisa apareció en sus labios. "Lázaro Vélez", respondió, su voz cálida. "¿Te sientes mejor, Ximena?"

Asentí, devorando el último bocado de sopa. La calidez se extendía por mi cuerpo, trayendo un alivio bendito.

"Mucho mejor", respondí.

Él asintió. "Elena es nuestra enfermera de a bordo. Revisará que todo esté en orden. Si necesitas algo más, solo tienes que pedirlo".

Me sorprendió su amabilidad, su nivel de atención. "No es necesario", dije. "Ya me siento bastante bien."

"Insisto", respondió Lázaro, su tono gentil pero firme. "Después de lo que has pasado, es lo mínimo que podemos hacer. Además, con la tormenta, no podremos llegar a puerto por un tiempo. Es mejor que descanses y te recuperes por completo."

Me miró a los ojos, y en su mirada vi una sinceridad que me desarmó. Un brillo de genuina preocupación que no había visto en mucho tiempo. Había algo en él que me resultaba familiar, aunque no podía precisar qué.

Acepté su ayuda, sintiendo una extraña paz en su presencia. Elena me tomó la temperatura, revisó mis pulsaciones. Todo parecía estar en orden, a pesar del shock y el agotamiento.

Lázaro se excusó, dejando la cabina. Escuché su voz, baja y tensa, hablando con Elena en el pasillo. Parecía estar dando instrucciones, su tono era autoritario, pero aún así, transmitía una preocupación subyacente.

Mientras la tormenta golpeaba el barco, me sentí extrañamente a salvo. Afuera, el mundo era un caos. Adentro, en la cabina de Lázaro Vélez, había una calma que no había experimentado en años.

            
            

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