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La celda de Maya
Maya se arrastró de regreso a su pequeña habitación de empleada. Cerró la puerta con un suave clic, como si el sonido pudiera borrar la humillación del día. Se desplomó en el borde de la cama, la ropa de trabajo aún holgada y extraña en su cuerpo, el olor a granja impregnado en cada fibra.
El día había sido un torbellino de emociones, una bofetada constante de realidad. El viaje en autobús, las maletas pesadas, el desprecio de su padre, el barro, y luego... Lucas. Se tocó el trasero, donde el leve escozor de las palmadas aún persistía, una punzada física que la conectaba directamente con la vergüenza más profunda que jamás había sentido. ¿Quién se creía ese hombre para tratarla así? Un bárbaro, un déspota.
Y sin embargo, la imagen de él, imponente y rudo, con esos ojos verdes penetrantes, se negaba a abandonar su mente. Recordó el momento en que lo vio al entrar en la habitación, su figura a medio vestir. Pero más allá de la vergüenza, lo que la perturbaba era la extraña sacudida que había sentido cuando sus cuerpos chocaron en el barro, y luego, cuando él la sostuvo sobre su rodilla. Fue un instante breve, caótico y humillante, pero por una fracción de segundo, la cercanía, la fuerza de sus brazos al levantarla, el calor de su cuerpo contra el suyo, había provocado una reacción inesperada. Una punzada de algo que se parecía peligrosamente al deseo, a la curiosidad. Quiso negarlo, borrarlo, pero esa sensación de sus músculos tensos, de su aliento cálido tan cerca, la perseguía. ¿Cómo podía odiarlo y, al mismo tiempo, sentir esa chispa de... algo más? Era confuso, irritante, y la hacía sentir aún más vulnerable.
Una parte de ella quería llorar, llamar a su padre y exigir que la sacaran de allí de inmediato. Pero otra parte, una que no conocía, se sentía extrañamente desafiada. Él pensaba que ella no era capaz, que se rendiría. Pues bien, le demostraría lo contrario.
Miró por la pequeña ventana, viendo solo la oscuridad del campo y algunas luces distantes de otros edificios de la granja. No había ruido de tráfico, ni luces de la ciudad, ni el zumbido constante de la vida nocturna a la que estaba acostumbrada. Solo el silencio, roto por el lejano mugido de una vaca. Mañana el "trabajo duro" comenzaría. Sintió un escalofrío. El miedo se mezclaba con una naciente y obstinada determinación. Cerró los ojos, agotada, preguntándose qué horrores le depararía el amanecer.
La reflexión de Lucas
En su propia oficina, ubicada en la casa principal, Lucas se sirvió un vaso de agua, el silencio de la noche solo roto por el suave crujido de la madera antigua. La imagen de Maya, empapada en barro y luego a medio vestir, revoloteaba en su mente. Sacudió la cabeza, intentando disipar la distracción.
No podía negar que la chica era hermosa. Desde aquel recuerdo lejano de la playa, supo que su belleza no era solo superficial. Pero la princesa mimada que había aterrizado en su granja era un desastre, una tormenta en miniatura. Nunca había conocido a alguien tan llena de furia y tan desconectada de la realidad.
La escena en la habitación, sin embargo, lo había tomado por sorpresa. La vulnerabilidad de verla así, la forma en que su cuerpo se había amoldado al suyo en la caída, y luego, el toque inesperado de sus curvas bajo la ropa mojada. Cuando la tuvo sobre su rodilla, el contacto de su piel expuesta bajo la tela, la fragancia a pesar del barro, había sido un golpe. Una sacudida eléctrica que le recorrió el brazo y el muslo. Hubo un impulso, fugaz y peligroso, de mover su mano, de explorar esas curvas que su vista apenas había podido vislumbrar. Deseó por un instante que la "lección" durara más, que el roce se prolongara. Fue una reacción instintiva, primitiva, que lo irritó profundamente. Había tenido muchas mujeres, pero ninguna lo había hecho sentir así, una mezcla de exasperación y una atracción física innegable, casi violenta en su intensidad. Había tenido que reprimirlo de inmediato, recordarse quién era ella y por qué estaba allí. La "lección" había sido necesaria. Alguien tenía que ponerla en su lugar, y su padre le había confiado esa tarea.
Mañana sería el verdadero desafío. Vería si toda esa bravuconería de chica de ciudad se mantendría cuando tuviera que levantarse al amanecer y ensuciarse las manos. Había aceptado el favor por su padre, sí. Pero ahora, una parte de él sentía una extraña curiosidad por ver cómo Maya Kyros se enfrentaba a un mundo que no podía ser comprado ni manipulado.
Se levantó y miró por la ventana, hacia la oscuridad donde sabía que estaba la casa de empleados. La granja era un lugar de trabajo y de vida dura, pero también de paz y autenticidad. Quizás, solo quizás, esta chica, a pesar de sus inicios catastróficos, podría encontrar algo de eso también. O tal vez, sería un desastre total, tal como había predicho. Solo el amanecer lo diría.
La ducha fría de Lucas
El agua caliente de la ducha caía sobre Lucas, pero él la sentía fría. Cerró los ojos, apoyando la frente contra los azulejos, dejando que las gotas arrastraran el barro y el cansancio del día. Pero el agua no podía lavar la imagen de Maya. La veía cubierta de lodo, con el cabello pegado al rostro, y luego, en su habitación, a medio vestir, su piel pálida brillando.
El recuerdo del contacto con ella sobre su rodilla regresó, vivido, casi tangible. La suavidad de su trasero, el temblor de su cuerpo bajo sus manos. Y el impulso que había sentido, esa punzada eléctrica que lo había desestabilizado más que cualquier caída en el barro. Quiso apretarla, no para castigarla, sino para... ¿para qué? La idea lo inquietó. Era solo una chica consentida que estaba bajo su cargo, una carga que le había impuesto su padre. No debía sentir nada más que exasperación.
Respiró hondo, intentando controlar la marea de sensaciones. La rabia de ella, la suya propia, la atracción innegable que le había provocado un escalofrío. Joder, era una locura. ¿Cómo podía una mujer tan irritante, tan fuera de lugar, haber provocado tal reacción en él? Golpeó la pared de la ducha con la palma de la mano, frustrado. No necesitaba distracciones. Su vida en la granja era su santuario, su paz. Y esa chica, con sus ojos azules llenos de fuego y su cuerpo esbelto, prometía ser todo lo contrario.
Terminó la ducha, sintiéndose limpio pero no tranquilo. La granja dormía bajo la luna, pero la mente de Lucas estaba en ebullición. El amanecer traería no solo el trabajo, sino también la promesa de más confrontación, más frustración, y quién sabe, quizás más de esas peligrosas e inoportunas chispas.