Capítulo 4 El Granjero Millonario y su Edén Forjado

Lucas Vargas no era el típico millonario. De hecho, la vida empresarial le parecía un recuerdo lejano y, en cierto modo, una pesadilla de la que había logrado despertar. De treinta y cinco años, con una estatura imponente que rondaba el metro ochenta y cinco, Lucas poseía una constitución fuerte y atlética, forjada no en gimnasios de lujo, sino en el trabajo duro al aire libre. Su cabello, de un castaño oscuro que solía llevar ligeramente despeinado, enmarcaba un rostro de facciones marcadas y una mandíbula firme.

Lo que más destacaba, sin embargo, eran sus ojos: de un verde intenso, a menudo penetrantes y llenos de una calma inquebrantable, que reflejaban la profundidad de su pensamiento y una sabiduría que iba más allá de su edad. Solía vestir con sencillez, en jeans gastados y camisas de cuadros, una imagen muy alejada de los trajes de sastre que alguna vez dominaron su armario.

Desde niño, mientras otros se entretenían con videojuegos o fiestas, Lucas soñaba con el aire libre, el olor a tierra húmeda y el sonido del ganado. Su padre, Ricardo Vargas, un astuto y ambicioso empresario del sector inmobiliario, siempre había querido que Lucas siguiera sus pasos, que tomara las riendas del imperio familiar y lo llevara a nuevas cumbres de poder y riqueza.

Lucas, por un tiempo, había intentado complacerlo. Se graduó con honores en finanzas, se sumergió en el mundo de los negocios, cerrando tratos millonarios y expandiendo la fortuna familiar con una habilidad que asombraba incluso a su propio padre. A los treinta años, era un tiburón en los negocios, respetado y temido en Wall Street, pero cada ascenso, cada éxito, le dejaba un vacío más profundo. Las corbatas lo asfixiaban, las reuniones lo agotaban con su superficialidad, y la constante necesidad de aparentar y de acumular más le resultaba insoportable.

El conflicto con Ricardo era una herida abierta, una fisura creciente entre dos mundos que chocaban. No era solo una discusión ocasional; era una presión constante y asfixiante que permeaba cada aspecto de su vida. Desde que Lucas era adolescente, su padre le inculcaba la importancia del poder, del dinero, de construir un legado en el cemento y el cristal de la ciudad.

"¡Estás desperdiciando tu potencial, Lucas! ¡Eres un genio para los negocios!", solía gritarle Ricardo, cada vez que Lucas mencionaba su interés en algo que no fuera la bolsa de valores. "Naciste para esto. No puedes simplemente tirar todo por la borda por una fantasía campestre. La vida real está aquí, en la ciudad, donde se hacen las grandes fortunas y se ejerce la verdadera influencia. ¿Acaso quieres ser un simple don nadie, revolcándote en la tierra como un peón? ¡No te crié para eso!"

Pero la presión no venía solo de su padre. Su madre, Elena, una mujer elegante y preocupada por las apariencias, también añadía su grano de arena.

"Lucas, cariño, ¿estás seguro de esto? La gente espera tanto de ti. Podrías tener la vida que siempre soñamos para ti, la vida que mereces", le decía con una dulzura que ocultaba una firme expectativa.

Su hermana menor, Sofía, ya inmersa en el círculo social de la alta sociedad, le lanzaba miradas de desaprobación cada vez que Lucas se negaba a asistir a un evento de caridad o una cena importante. "Eres el orgullo de la familia, Lucas. No puedes simplemente desaparecer", le recriminaba, quizás sin entender la profundidad de su infelicidad. Lucas se sentía como una marioneta, con hilos tirados por toda su familia, arrastrándolo hacia un futuro que no deseaba.

Lucas sentía que estaba muriendo lentamente en ese entorno de cristal y acero. Las cenas familiares se convertían en interrogatorios sobre sus próximas inversiones, sus logros se celebraban con la promesa de mayores responsabilidades, y cualquier intento de hablar de sus verdaderos sueños era silenciado con burlas o sermones sobre la "madurez" y el "deber familiar". Anhelaba algo tangible, algo real, algo que no se midiera en cifras bancarias o en la lista Forbes. La presión era tal que a menudo se sentía al borde de un colapso, preguntándose si su vida entera se reduciría a cumplir las expectativas de otro.

La epifanía llegó un día después de una negociación particularmente agotadora que le valió una fortuna estratosférica. En lugar de sentir euforia, sintió una opresión paralizante en el pecho. Estaba en la cima del mundo corporativo, pero se sentía más vacío que nunca. En ese momento, recordó las viejas historias de su abuelo materno, un hombre que había vivido una vida sencilla pero plena cultivando la tierra. Impulsado por esa nostalgia y una desesperación creciente, Lucas decidió escapar por un fin de semana. No reservó un hotel de lujo ni una villa costera. Se subió a su camioneta y condujo sin rumbo fijo, lejos de la ciudad, buscando la tranquilidad que tanto anhelaba.

Fue entonces, en un desvío olvidado de la carretera, que encontró la Granja Vargas. No era el imperio próspero que es hoy. Era una propiedad extensa, sí, pero descuidada y casi abandonada. Los viejos edificios de madera estaban desvencijados, los campos llenos de maleza y el granero a punto de derrumbarse. Pero Lucas vio algo más allá del deterioro: vio potencial, vio paz, vio la oportunidad de construir algo con sus propias manos, algo que fuera auténtico y suyo. Sintió una conexión instantánea con esa tierra, un llamado a regresar a las raíces que su familia había dejado atrás, a una vida donde el valor no se medía en billetes, sino en la cosecha, en el sol, en el sudor honesto.

Sin decir una palabra a nadie, ni siquiera a su padre, Lucas compró la granja. Renunció a su puesto, delegó responsabilidades y, para el asombro y la furia total de Ricardo Vargas, se retiró del mundo empresarial para dedicarse por completo a la agricultura y la ganadería. Su madre lo llamó, alternando entre súplicas y lágrimas, mientras Sofía le enviaba mensajes llenos de reproches por "arruinar la imagen de la familia". Ricardo no podía comprender cómo su brillante hijo había desechado una vida de lujos y poder por el barro y los animales. Pensaba que Lucas estaba en una fase de rebeldía tardía, que se cansaría y volvería arrastrándose. Pero con el tiempo, y al ver la genuina felicidad en los ojos de su hijo, la paz que había encontrado y lo que Lucas había construido con sus propias manos -un lugar próspero y autosuficiente, un verdadero refugio lejos del bullicio de la ciudad-, Ricardo empezó a entender. Ahora, incluso lo visitaba de vez en cuando, orgulloso a su manera del hombre en que se había convertido su hijo, aunque nunca dejara de lanzarle pullas sobre su "curiosa elección de vida".

            
            

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