Capítulo 8 La Lección del Granjero

Mientras Maya se dirigía a la casa de empleados, Lucas observó el desastre que había quedado: sus maletas, tiradas donde ella las había dejado. Esta mujer sería un verdadero dolor de cabeza. Era una molestia dejar las maletas ahí, así que, con un resoplido, decidió llevarlas él mismo hasta la habitación. A fin de cuentas, la chica no iba a durar mucho si seguía a ese ritmo.

Cuando llegó a la puerta de la habitación de Maya, la encontró abierta. Dudó un segundo antes de empujarla con el la punta del pie, llevando la primera maleta. Dentro, el aire era un caos. La poca ropa que Maya había sacado de las maletas estaba esparcida, mezclada con el lodo de su propia ropa. Pero lo que lo detuvo en seco fue la figura que estaba de espaldas a él, en el centro de la pequeña habitación.

Maya, con su ropa embarrada tirada en un rincón, estaba a medio cambiarse. Su torso estaba cubierto solo por un diminuto top de encaje, de esos que una chica rica usa como ropa interior de lujo. Sus brazos levantados, mientras intentaba desabrocharse el cierre de su pantalón, dejaban al descubierto su abdomen plano y los suaves contornos de su espalda. El cabello oscuro, aún húmedo de la bomba, caía en cascada por sus hombros, y la piel de su espalda, inmaculada a pesar del barro reciente, parecía brillar bajo la tenue luz de la habitación.

Lucas quedó paralizado. No era la primera vez que veía a una mujer con poca ropa, pero la combinación de su belleza intrínseca y la vulnerabilidad del momento, sumada a la inesperada situación, lo golpeó con una fuerza abrumadora. Las curvas que había sentido brevemente bajo el barro se revelaban ahora con una claridad que lo dejó sin aliento. Un calor inesperado le recorrió el cuerpo, una atracción cruda y potente que lo tomó por sorpresa.

Maya, al escuchar el leve ruido de Lucas entrando, se giró bruscamente, sus ojos azules abriéndose de par en par al verlo allí, con las maletas. El top de encaje apenas cubría lo suficiente. El rubor le subió por el cuello hasta el rostro.

-¡¿Qué haces aquí?! ¡Sal de mi habitación, pervertido! -gritó, intentando cubrirse con sus brazos mientras buscaba a tientas alguna prenda con la que taparse.

Lucas reaccionó, dejando caer la maleta con un golpe sordo. Su voz era ronca, un poco más baja de lo habitual. -Vine a traerte las maletas que dejaste tiradas en el patio, señorita. No es mi culpa que seas tan descuidada... y tan imprudente.

La furia de Maya regresó con creces, superando la vergüenza. -¿Imprudente yo? ¡Tú eres el que irrumpe en mi habitación! ¡Eres un descarado!

Sin dudarlo, Maya levantó la mano y trató de abofetearlo. Lucas reaccionó con la velocidad de un felino, atrapando su muñeca en el aire con una fuerza controlada, pero firme.

-Ni se te ocurra, señorita Kyros -dijo Lucas, su voz ahora baja y peligrosa, con una advertencia clara-. Te lo advierto, deja de intentar golpearme. No voy a tolerar esa clase de comportamiento. ¿Qué pasaría si realmente lo hicieras?

Maya tiró de su brazo, su rostro contorsionado por la ira. -¡No serías capaz de hacerme nada! ¡No te atreverías!

Una sonrisa leonina apareció en el rostro de Lucas. La paciencia se le había agotado. -Ah, ¿no? ¿Crees que no sería capaz? Pues es hora de que aprendas una lección, princesa.

Con un movimiento rápido y sorprendentemente suave para su tamaño, Lucas la soltó de la muñeca, tomó a Maya por la cintura y la levantó en un solo movimiento. Antes de que ella pudiera siquiera comprender lo que estaba pasando, la volteó y la colocó boca abajo sobre su rodilla, una posición que la dejó completamente inmóvil y humillada. La tela de su diminuto top se deslizó, revelando un poco más de lo que Maya hubiera querido.

-Esto es para que entiendas quién manda aquí -dijo Lucas, con voz tranquila, pero con una firmeza absoluta. El sonido de un golpe seco y el leve dolor que sintió en su trasero hicieron que Maya soltara un jadeo de sorpresa, más por la humillación que por el golpe en sí.

Lucas le dio otra palmada, un poco más fuerte, haciendo que el sonido resonara en la pequeña habitación. -Y esta, para que recuerdes que no eres la princesa de esta granja.

Maya pataleó, sus ojos llenos de lágrimas de rabia y vergüenza. ¡Esto era increíble! Su orgullo estaba destrozado. Nunca en su vida había sido tratada de esa manera. Era una humillación total.

Lucas la bajó al suelo, sosteniéndola firmemente por los hombros mientras ella intentaba girarse para confrontarlo. Su rostro estaba cerca del de ella, sus ojos verdes fijos en los suyos, que ahora brillaban con furia y lágrimas contenidas.

-¿Entendido? -preguntó Lucas, con voz firme.

Maya se liberó de su agarre con un tirón, retrocediendo un paso. Su respiración era agitada. -¡Te odio! -siseó, antes de volverse y lanzarle la mirada más fulminante que pudo. Rápidamente, tomó una de las camisetas viejas que había encontrado en el armario y se la puso, cubriendo lo que había quedado expuesto.

Lucas la observó con una expresión indescifrable, una mezcla de seriedad y una leve satisfacción al ver que, por primera vez, Maya parecía genuinamente aturdida y sin palabras. Él le dio la espalda, tomó la maleta restante y la dejó con un ruido seco junto a las otras.

-Date prisa, princesa -dijo Lucas, con la voz volviendo a su tono normal, aunque con un matiz de advertencia-. La cena es a las siete. Y si no estás limpia y vestida, no habrá comida. El trabajo duro empieza mañana al amanecer.

Salió de la habitación, dejando a Maya sola, temblorosa de rabia y la humillación más profunda que jamás había sentido. Se tocó el trasero, sintiendo el leve escozor de las palmadas a través de la tela. Esto era una pesadilla. Una pesadilla con un granjero insolente, pero innegablemente atractivo, que parecía disfrutar torturándola.

            
            

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