/0/2906/coverbig.jpg?v=88214d6b45570198e54c4a8206c1938e)
La Cena en la Granja y los Rostros Nuevos
Después de la humillación en la habitación, Maya se sintió como si su cuerpo entero estuviera cubierto de una capa invisible de vergüenza. Se lavó de nuevo, esta vez con más cuidado, y se puso la ropa de trabajo que Lucas le había "amablemente" proporcionado: unos jeans holgados y una camiseta de algodón que le quedaba grande, pero al menos estaba limpia. Las botas de goma eran un suplicio, pesadas y torpes, pero no tenía otra opción.
El reloj de pared de la habitación marcaba las 6:50 p.m. cuando Maya, con el estómago rugiendo a pesar de su orgullo herido, decidió que era mejor no desafiar la advertencia de Lucas sobre la comida. Con pasos inciertos, se dirigió hacia lo que parecía ser el comedor de la casa principal, siguiendo el aroma a comida casera que flotaba en el aire.
Al entrar, se encontró con una escena que la dejó momentáneamente desorientada. No era un comedor formal, sino una gran sala rústica con una larga mesa de madera en el centro, ya repleta de platos humeantes y jarras de agua. Alrededor de la mesa, varios hombres ya estaban sentados, charlando animadamente. Eran los mismos trabajadores que la habían visto caer en el barro, y sus miradas curiosas se posaron en ella en cuanto apareció.
Lucas estaba sentado en la cabecera de la mesa, con el rostro serio mientras servía una porción de estofado. Levantó la vista cuando ella entró, y sus ojos verdes se encontraron con los de ella. No había burla, solo una evaluación tranquila.
-Llegas justo a tiempo, señorita Kyros -dijo Lucas, con un tono neutro-. Siéntate.
Maya se sintió incómoda bajo la mirada de todos. Había un asiento vacío junto a un hombre de unos cincuenta años, con un rostro curtido por el sol y una sonrisa amable. Con un suspiro interno, se deslizó en la silla, sintiendo el peso de las miradas.
-Buenas noches, señorita -dijo el hombre a su lado, con voz cálida-. Soy Juan. Soy el capataz de la granja. Llevo aquí más de veinte años. Me encargo de que todo funcione como un reloj, desde el ganado hasta los cultivos.
Maya asintió, forzando una sonrisa. -Hola, Juan. Soy Maya.
-Ya lo sabemos -intervino otro hombre, más joven y con una barba rala, con una sonrisa pícara-. Vimos el espectáculo de la tarde. ¡Menuda bienvenida te dio el jefe! Soy Pedro, me encargo de los cerdos y de mantener los tractores funcionando.
Una oleada de rubor subió por el cuello de Maya. Lucas, desde la cabecera, le lanzó una mirada que le advirtió que no hiciera un escándalo.
-Y yo soy Carlos -dijo un hombre robusto, con voz grave-. Me encargo de las vacas lecheras y de la producción de queso. Si necesitas leche fresca, ya sabes a quién preguntar.
Así, uno por uno, los trabajadores se fueron presentando. Estaba Miguel, el más joven, encargado de la siembra y la cosecha, siempre con una gorra de béisbol. Ramón, el veterano, quien se ocupaba de las gallinas y los huevos, y parecía saberlo todo sobre el clima. Y Elena, la cocinera, una mujer de manos fuertes y sonrisa bondadosa que preparaba la deliciosa comida que ahora llenaba la mesa. Todos la miraban con una mezcla de curiosidad, diversión y, en algunos casos, una pizca de compasión.
Maya intentó interactuar, preguntando sobre sus tareas, sobre la vida en la granja, pero sus preguntas sonaban torpes, ingenuas. Se dio cuenta de lo poco que sabía sobre el mundo real, sobre el trabajo físico y la vida sencilla. La conversación fluía a su alrededor, llena de términos agrícolas que no entendía, de anécdotas sobre animales y cosechas que le resultaban ajenas.
Lucas, por su parte, se mantuvo en silencio durante la mayor parte de la cena, observando a Maya con una expresión indescifrable. Solo intervenía para responder preguntas directas o para dar alguna instrucción. Maya sentía su mirada sobre ella, una presencia constante que la hacía sentir aún más expuesta y fuera de lugar.
La comida, aunque sencilla, era deliciosa y abundante. Maya, a pesar de su vergüenza, comió con apetito, dándose cuenta de lo hambrienta que estaba después del agotador viaje y el incidente.
Al final de la cena, cuando los platos fueron recogidos y la conversación comenzó a decaer, Lucas se puso de pie. -Mañana, el trabajo empieza al amanecer. Maya, tú te unirás a Juan en el granero. Él te explicará tus tareas. No quiero retrasos.
La mirada de Lucas se posó en Maya, una advertencia clara en sus ojos. Ella asintió rígidamente, sintiendo un escalofrío. El "trabajo duro" del que su padre había hablado estaba a punto de comenzar. Y con él, un nuevo capítulo en su vida, muy lejos de las boutiques y las fiestas de la ciudad.