Mujer lobo
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Capítulo 4 IV

Llegué a un pequeño campamento de lobos, pero no era el que buscaba. Ellos habían llegado en seis camionetas, de otro estado, algo así como catorce familias. Habían cazado conejos y los cocinaban a fuego lento. El delicioso olor me atrapó de inmediato. Yo llevaba casi un día sin probar bocado desde que dejé a los soldados custodiando la entrada hacia Villa Hermosa. Apenas me vieron, todos me pasaron la voz.

-¿Estás perdida, preciosa?-, me preguntó un lobo alto, fornido y de brazos gruesos. Me sirvió la carne y me dio, además, vino.

-No tanto como extraviada pero sí desconcertada por todo lo que está ocurriendo-, confesé, acomodándome delante de la fogata.

-Es un humo raro, eriza la piel en nosotros y mata a los humanos-, dijo una loba también disfrutando de la carne.

-¿Qué será?-, pregunté arrugando mi hocico.

-Parece que hubo un complot. El laboratorio que estalló hacía una fórmula para acabar con los humanos, un virus, querían desatar una pandemia para eliminarlos a ellos, era la orden de la tiranía de Bullit-, dijo un tipo de barba. Bebía el vino.

-¿Un virus?-, pregunté.

-Sí, una enfermedad mortal que afecta a los humanos-, se alzó otra mujer.

-¿Y qué pasó?-, me interesé.

-Nadie sabe. El laboratorio reventó. Parece que los mismos lobos lo hicieron estallar-, subrayó un macho atractivo.

Siempre he sido una loba desconfiada. Cuando el laboratorio abrió sus puertas y empezó con sus investigaciones, noté que había mucho hermetismo, demasiado. Averigüe que el director del laboratorio era un fulano oscuro, un tal Morrison. Me daba mala espina.

-¿Quién es ese sujeto?-, pregunté entonces, cuando hablaron del laboratorio.

Nadie sabía. No lo habían escuchado antes , sin embargo yo recordaba que escuché una vez discutir a mi padre con otro lobo que había escapado del mundo oscuro.

-Debemos tener cuidado con Morrison-, escuché clarito.

Sorbí del vino y mirándolos a todos, soplé mi miedo. -Creo que Morrison es lobo-, dije.

Todos quedaron en silencio.

*****

Douglas escapó del hospital. Los soldados lo llevaron al complejo sanitario de Valle Verde. Fue cuando llegó Morrison dando tumbos, empujando a los militares.

-¿Es el único que está vivo?-, preguntó exhalando su angustia, soplando su miedo, alterado y el corazón a punto de reventarle igual que la explosión que sumió en el caos todo el estado.

-Su mujer, también, respondió el doctor Moore, pero la radiación los afectó-

-¿Radiación? ¿Los afectó?-, rascó sus barbas Morrison.

-Es mejor que usted mismo lo vea-, estaba perplejo Moore, tartamudeando y tragando saliva. Caminaron por un pasadizo custodiado por más soldados, armados hasta los dientes. Fueron hasta un cuarto alumbrado por focos amarillentos. El médico abrió la puerta y Morrison se empinó para ver al cuerpo tendido en una cama. Respiraba con dificultad pero los ronquidos eran toscos, ásperos, como tosidos.

La quijada se le descolgó a Morrison y se acercó titubeando tratando de asirse en la nada. Y pudo verlo bien.

-¿Qué diablos es esto?-, tartamudeó.

-No sé-, dijo Moore.

Douglas tenía el cuerpo cubierto de un tupido pelaje, la boca se le había estirado en hocico y sus colmillos estaban afilados.

-Agoniza-, dijo Moore.

-Truenos-, masculló él enfadado.

*****

Cuando Douglas despertó y vio sus manos, supo que había ocurrido lo que temía. El estallido y la radiación provocó una frustración en su poder de mudar de piel y camuflarse entre los humanos. Ahora su metamorfosis estaba alterada y bloqueada. Su condición de lobo emergía y se emancipaba sobre su mitad humana. Por eso simuló estar agonizando.

-Idiotas-, le salió un aullido irónico. Se puso una camiseta blanca y un pantalón beige que estaba en una silla y se fue en cuclillas por el pasadizo. Los soldados se amontonaban porque estaban trayendo más heridos por la explosión. Aprovechó, entonces, para colarse hacia la otra habitación donde estaba Helen tumbada sobre las almohadas, tratando de dormir. Le habían atado las manos a los barandales con sogas.

-¿Qué hacemos?-, preguntó ella vistiéndose apurada con un mandil que alguien había colgado en una percha.

-Estamos perdidos, ya saben de nosotros, debemos escapar-, se apuró en decir Douglas. Abrió una ventana grande y vio un gran descampado. Saltaron los dos y salieron corriendo, igual a galgos, perdiéndose en los terrales, haciéndose una sombra en medio de la tupida neblina que no se desteñía dos días después de la explosión.

*****

-¿Lobos?-, preguntó el presidente Richard Towsend. Su voz estaba subrayado de enfado y tenía tilde ira y coraje.

Morrison no titubeó. Estrujó el celular. -Sí, señor, encontramos a dos después de la explosión-, murmuró molesto.

-¿Cómo es posible? Se supone que ya no habían lobos-, se mostró confundido el mandatario.

-No sé, señor-, siguió sin respuestas Morrison.

-Llama a Bullit-, ordenó furioso el mandatario y se meció en su silla. Se sentía iracundo, iracundo, lleno de coraje. Lentamente su piel se fue llenando de pelos y su hocico se fue estirando paulatinamente, afilando los colmillos. Le aparecieron las garras y su mirada se afiló en desafío y rabia. Indignado como estaba, aulló fuerte y potente, haciendo temblar las paredes de su despacho.

*****

No sabía a dónde ir. No quería preocupar a mis padres, tampoco. Y lo que temía era que empezaran los ataques. Era evidente que Bullit luego de la destrucción de la raza humana se abocaría a la eliminación de los disidentes. Cuando pasé por el poblado de Villa Mercedes, donde habían algunas familias de lobos afincadas hacía ya, varios años atrás, no solo encontré desolación, sino también muchas cosas extrañas. El ambiente era irrespirable. Había un aroma a fármacos y de repente mis brazos se llenaron, otra vez, de pelos. Mi fino olfato se había tupido por esa fragancia empalagosa y temía que fuera una exposición a los rayos gama. En la universidad había escuchado que esa alteración nos impedía transformarnos en humanos. Pensé entonces que en el laboratorio en efecto, estaban pensando en una fórmula para evidenciar a los lobos y matar a los humanos.

Villa Mercedes estaba desierto. Tampoco habían humanos y me sorprendió que las puertas de los comercios estuvieran abiertas. Cargué con todo lo que podía en mi mochila. Alimentos y agua. También una linterna, un cuchillo, cuerdas, ropa íntima y me llevé camisetas y jeans y minifaldas cortas de una tienda de modas. Todo lo acomodé bien y aunque estaba algo pesada, podía cargarla sobre mis hombros. Ignoraba el tiempo que estaría vagando en el desierto y tenía que estar preparada para todo.

-¡Patricia!-, escuché de repente.

Afilé mis ojos de loba buscando por todos los rincones vacíos del pueblo, y un brazo se alzaba en unos ventanales. Era Joseph, un lobo que también estudiaba medicina conmigo. Había llegado después que mi familia, huyendo, igualmente, de Bullit. Estaba lleno de pelos y el hocico disparado en su rostro.

-¿Qué ocurre?-, le pregunté.

-Es el apocalipsis. Todo se ha salido de control. El ambiente se está llenando de gama y es mortal para los humanos-, me contó aterrado.

-No entiendo-, quedé boquiabierta.

Joseph tenía una pata herida. La explosión lo había lanzado hacia unas rejas y se lastimó terriblemente. Sangraba. Se había hecho un torniquete y no podía moverse.

-Los humanos están huyendo hacia los cerros. La exposición los hace cenizas-, me contó.

-¿Por qué había gama en el laboratorio? Se supone que debían experimentar para acabar con los lobos y no al revés-, le dije lo que sabía.

-Es que es al revés, Patricia, en el laboratorio trabajaban lobos para acabar con los humanos. La reacción al gama no nos matará a nosotros pero a ellos sí, quizás también a los que son mitad humanos-, me dijo. Yo seguía confundida.

Fue entonces que escuchamos el rugido de camionetas y jeeps y muchos gritos.

-¡Maten a los lobos! ¡Maten a los lobos!-, eran los solados y gritaban enardecidos, llenos de furia. Llevaban cascos y máscaras para evitar la exposición con el gama. Tenían armas de grueso calibre y sabían que en Villa Mercedes habían muchos lobos.

Como pude logré arrastrar a Joseph hacia un callejón vacío cuando empezaron a reventar los disparos. Me tapé los oídos y escondí mi cabeza en mis hombros.

-Huye, Patty, yo no tengo opción de salvarme. Tengo la pata hecha pedazos. Esto recién empieza-, me suplicó. Yo tenía mis brazos totalmente cubiertos de pelos y mi hocico se despuntaba en mi cara.

-Me reconocerán fácil-, tenía miedo.

-Alcanza las montañas, donde no haya exposición gama-, me alentó.

Le lamí la cara, lo abracé fuerte y me fui arrastrando hacia una salida vacía, en una esquina recubierta de árboles cadavéricos que se secaron con los rayos gamas. Seguí arrastrándome por el terral cuando escuché los gritos de los hombres.

-¡Un lobo! ¡Un lobo!-

Reventaron muchos balazos, y supe que habían matado a Joseph.

            
            

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