Mujer lobo
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Capítulo 5 V

La primera vez que vi a Kate Watson fue cerca a Green City. La radiación era bastante, mi piel se había pigmentado de nuevo y me puse mis lentes de contacto porque habían muchos soldados, aterrados, confundidos y alterados, copando los caminos. Por todos lados reventaban balazos, volaban helicópteros y ululaban las sirenas. En una aldea cerca vi dos lobos calcinados, hechos carbón, que habían colgado en un árbol sin vida con un letrero que decía "mueran los lobos".

Unos humanos que escapaban de la radiación me dijeron que los hombres estaban muriendo como moscas.

-Se desploman al suelo, convulsionan y se desintegran-, me dijeron.

-No es gama, entonces-, adiviné.

-¿Usted es doctora?-, me preguntó un barbón.

-Estudio medicina-, sonreí.

-¿Qué es, entonces?-, preguntó absorto.

-Un virus. Es una pandemia. Se ha desatado un contagio masivo letal-, le expliqué.

-¿Por qué las personas se desintegran?-, no se convenció.

-Porque es un virus sintético, es una bomba que estalla en la sangre-, le conté y todos quedaron pasmados.

-¿A dónde vas?-, preguntó el barbón.

Yo no lo sabía. Ni tenía idea. Quizás encontrar a Mike, Evelyn o a Tadeus Malone. Lo que me preocupaba era la suerte de todas mis amistades. Tenía muchos. Estaba demasiado confundida.

-Quiero encontrar a mis amigos-, reconocí. Entonces me dejaron y siguieron hacia las montañas.

En Green City estaba la mayor población de lobos. Casi un centenar. Posiblemente podía ir con ellos hacia las montañas y luego escapar a Tucson. La idea era encontrar a Evelyn. Por eso me acerqué al pueblo desafiando los balazos y las explosiones y las filas de humanos escapando hacia el norte.

-Es el apocalipsis, mujer, no vayas-, me gritaban ellos desde las tolvas de las camionetas.

-¡Busco a a Evelyn Ferdinand!-, les decía pero nadie me daba razón.

Cuando llegué a Green City, Watson estaba en el techo de una camioneta, sentada en un bidón, apuntando con un rifle de largo alcance y mira telescópica. Apuntaba a dos manchitas negras que escapaban a toda velocidad por los escarpados, a muchos metros de distancia. Ella siguió calibrando su arma hasta que ¡pum! reventó el silencio con un certero disparo que atravesó a una de las sombras, haciéndola pedazos. Luego, apenas un segundo después, ¡pum! volvió a atronar el infinito, haciendo estallar a la otra figura resbalando por la ladera.

-¿Lobos?-, preguntó un soldado.

Ella mascaba un chicle. -Dos-, dijo divertida.

Y me miró.

Era hermosa, los ojos profundos, como pintados en la cara y sus pechos empinados en la camiseta. Era alta, casi como una torre y esbelta como campeona de natación. Sonrió con dulzura y gracia y su vocecita era musical, agradable, contagiosa, hasta pícara.

-¿Alguna cosita, princesa?-, me preguntó. Se divirtió viéndome con los pelos ajados, boquiabierta, sudorosa, la nariz empolvada y mis tobillos heridos por las piedras.

-Busco algunos amigos-, intenté mostrarme extraviada.

-No hay nadie en el pueblo. La gente se ha ido hacia Tucson. La radiación está avanzando. Es mejor que te vayas también-, me dijo con su vocecita juvenil y distendida, como si fuera incapaz de matar a una mosca. Colgó su rifle en el hombro, pegó un brinco y luego se fue contorneando la cintura por una bocacalle donde estaban los soldados con sus cascos y máscaras.

-¿Quién es?-, le pregunté al otro soldado que se quedó en la tolva.

-Kate Watson, la cazadora de lobos-, dijo sin quitar los ojos al filo del camino.

Empecé a tenerle miedo.

*****

Moore no entendía lo que había pasado. Ni Miriam Turpin ni Morrison le daban respuestas concisas y precisas. Los heridos y enfermos se multiplicaban en el hospital, habían traslados todos los días y los muertos se amontonaban en los patios, envueltos en bolsas negras. Y todos tenían el mismo resultado de causa de deceso: sus venas explotaron como petardos por un virus sintético.

-Se supone que estaban trabajando para la cura de enfermedades, ¿qué es todo eso del virus sintético?-, le preguntó Moore a otro de los médicos. Él tampoco lo sabía.

En realidad, hacía tiempo que Moore desconfiaba de Morrison. Lo veía falso, enigmático, esquivo y misterioso. Las veces que lo visitó en el laboratorio lo recibió con evasivas y no le mostraba las salas ni los ambientes ni nada.

Moore decidió aislar Villa Hermosa y extender la prohibición hasta veinte kilómetros a la redonda. Sin embargo, el virus se fue extendiendo igual a un humo de muerte. Lo peor es que Morrison y Turpin habían desaparecido y no atendían a las llamadas.

Trasladaron a los enfermos a diversos hospitales, pero el mal se seguía propagando a pasos acelerados. De repente era una catástrofe. En México prendieron las alertas y el humo mortal ya amenazaba a Centroamérica.

-Esto es una hecatombe-, envió un mensaje de texto al secretario de estado, pero él no respondió.

Enfurecido, Moore subió a su jeep y enrumbó hacia Green City. En el camino vio a largas filas de humanos marchando a toda prisa hacia las montañas. Lleno de ira empezó a golpear el timón. -Rayos, rayos, rayos-, decía iracundo.

Y como lo imaginaba, allí estaba Michael Morrison. Lo encontró en el campamento discutiendo acaloradamente con los comandantes.

Miriam Turpin trató de calmar el ímpetu de Moore.

-Las cosas se están normalizando, Gerd-, trató de apaciguarlo, pero el médico estaba fuera de control.

-Hay miles de muertos, despedazados, calcinados, eso no es una cura contra nada, es una bomba atómica que reventó y ha contaminado todo-, alzó la voz furioso. Morrison y los jefes de los solados voltearon a verlo.

-¿Qué demonios estaban buscando?-, reclamó en forma airada Moore.

Morrison pidió que se calme. -Ya sabes, estábamos buscando curas contra diversas enfermedades-, pasó la lengua por sus labios.

-¿Qué? ¿Con pólvora, dinamita o con ojivas nucleares?-, siguió tosiendo su ira, Moore.

Michael Morrison decidió no hacerle más caso. Subió a su jeep, jaló del brazo a Turpin y se marchó raudo del campamento, con rumbo desconocido. Moore quedó resoplando su furia, con los ojos inyectados de rabia.

-Llama a Towsend. Dile que todo se está saliendo de control. Que hay que eliminar a Moore-, le fue diciendo Morrison a alguien en su móvil.

Turpin lo miró espantada y apretó sus puños. Luego volvió su mirada a los cerros. -Maldito-, se dijo para sí.

El tipo se comunicó con el mandatario de inmediato.

-Trata de solucionar las cosas. Aquí la prensa está presionando. Ya están hablando de casi un millón de muertos muertos-, masculló únicamente el mandatario.

                         

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