Mujer lobo
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Mujer lobo

Edgar Romero
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Capítulo 1 I

-¡Cuidado, Patricia!-

Era un lobo. Tenía la mirada afilada, desafiante, el hocico largo y los colmillos brillando cuando los golpeaba el sol. Mi padre me tomó de la mano. Yo me quedé mirándolo asustada, viéndole enorme, con la espalda inmensa, lleno de pelos, el hocico arrugado, mostrándome sus fauces aterradoras.

-Es mejor que nos vayamos-, me ordenó mi padre.

El lobo continuó mirándome, sus garras parecían navajas y me dio mucho miedo. Luego desapareció en la oscuridad, entre los matorrales cadavéricos del bosque.

-¿Por qué me miraba así, papá?-, me aferré a su brazo.

-Es de la jauría. Están hechos para matar-, me dijo.

-¿Nos quiere matar a nosotros?-, insistí muy asustada.

Mi padre no contestó.

Habíamos llegado de noche. Mi padre descargó los bultos de la camioneta y los llevó a la casa. Yo lo miraba por la ventana.

-¿Qué buscan aquí?-, le pregunté mientras él se apuraba en sacar los paquetes.

-Somos disidentes, hija. Escapamos de la tiranía del alfa. Él quiere matar a todos los humanos-, sopló su angustia.

El alfa es Bullit. Yo no lo conocí. Nací en el mundo de los humanos un año después que mis padres escaparon de su tiranía.

Cuando cerró la puerta me tomó de las manos. -Debes tener cuidado, hija. Pronto esto será un infierno-, me dijo mi padre.

Entonces tuve más miedo.

*****

Los lobos se habían mezclado con la raza humana. La explosión nuclear en Villa Hermosa, en el desierto de Arizona, aceleró que los ellos iniciaran la conquista de la raza humana . El cambio fue repentino, violento, inesperado aunque la infiltración había empezado antes, cuando muchos lobos escaparon de la tiranía de Ernest Bullit, el rey de los lobos y que odiaba a la raza humana y quería exterminarla de la faz del planeta. Al principio, los que escapaban, eran mitad lobo mitad humano, a quienes el tirano también detestaba, pero después se sumaron los lobos que estaban en contra del tirano y que eran muchos, entre ellos, mi padre. Y su odio entonces fue mayor.

Antes de, con la explosión, los humanos cazaban a los lobos porque sentían que su raza estaba en peligro, pero la hecatombe del laboratorio nuclear expandió una reacción gama que exterminaba a los hombres y exponía a los lobos. Así empezó la tragedia de ambos mundos.

Bullit dijo que era el momento del exterminio y los humanos redoblaron sus intentos para acabar con los lobos. Sin embargo, la niebla maldita que se formó tras la explosión, y que contenía un virus sintético, fue exterminando a grandes pasos, a la raza humana.

Douglas y su mujer Helen eran mitad lobos y mitad humanos. Los esposos se establecieron al sur de Estados Unidos. Vivían a algunos kilómetros del laboratorio que experimentaba en fármacos que, informaban, vencerían a las enfermedades terminales. Ellos no sabían de los avances nucleares y pensaban que aquella era tan solo una inofensiva planta de agua destilada. Eso le decían los militares que rodeaban los edificios enclavados en un arenal a donde solo se llegaba a caballo, sin embargo, la idea original era otra. Hacían el virus sintético.

Cuando ocurrió el estallido, que fue como un volcán en una gigantesca erupción, Douglas, estaba en el laboratorio y Helen en su casa. Los dos fueron lanzados al aire, como pelotas de fútbol y su vivienda se levantó igual a un avión, ardiendo en fuego.

Douglas, huyó del laboratorio en llamas y llegó de prisa a su casa, con su ropa hecha harapos. Buscó a su esposa entre los ladrillos tumbados, los palos hechos cenizas y el caos, la destrucción y la polvareda que se desató en todo alrededor. Ella estaba turbada, abajo de tablas y muebles calcinados. Los otros vecinos se habían achicharrado por la explosión. Solo ellos se salvaron.

-¿Qué demonios fue eso?-, preguntó Helen, arreglándose los pelos, sobando sus ojos, respirando con dificultad, tratando de empinarse en medio de la polvareda, sofocada por el calor intenso que se había desatado de pronto.

-Explotó la planta-, dijo Douglas. Cuando logró levantarla entre las ruinas, una luz ardiente como candela los envolvió y los hizo gritar espantados y adoloridos.

-¡Me quemo, Douglas! ¡Me quemo!-, chilló ella espantada, sintiendo como su piel se despellejaba por el intenso fuego que los envolvía igual a una neblina tupida e infernal que los asfixiaba y los incineraba irremediablemente.

Cayeron como trapos sobre los ladrillos y palos rotos y se quedaron recostados, exánimes, respirando apenitas, inconscientes. Sus cuerpos humeaban por ese fuego que los atrapó y arranchó sus pellejos.

Cuando llegaron los soldados, absortos y turbados ante la magnitud de la tragedia, con el centenar de casas hechas polvo, los cuerpos destrozados y regados por todo sitio, un cabo gritó desesperado y eufórico.

-¡Capitán! ¡Capitán! ¡Estas personas están vivas!-, hacía gestos desesperado, removiendo los palos con premura y angustia.

El capitán se empinó en sus pies y boquiabierto vio a Douglas y Helen. Sus pellejos habían sido reemplazado por pelos.

            
            

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