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Capítulo 1 - La primera ficha del tablero
La mañana de mi dieciocho cumpleaños se levantó gris, con un cielo pesado que parecía aplastar el mundo. Desde mi ventana, los jardines de la mansión Spencer, tan perfectos con sus setos y rosales, se veían apagados, como si la naturaleza sintiera mi propia angustia. Quizás era una señal, una advertencia silenciosa de que ese día no traería la felicidad que se supone tienen los cumpleaños. En el fondo, creo que ya sabía que marcaba el principio del fin.
No tuve ni un segundo de paz. Mi madre, Eleanor Spencer, irrumpió en mi habitación antes de que pudiera desperezarme. Su perfume floral, tan fuerte que casi me asfixiaba, llenó el aire. Llevaba el pelo recogido en su moño impecable, el vestido de lino azul tan rígido como ella. -¡Arriba, Emily! -dijo, tirando de las cortinas de terciopelo con brusquedad, dejando que la luz fría de la mañana invadiera la habitación-. Hoy es un día muy importante.
Importante para ella, claro. Para mi padre, Henry. Para el imperio Spencer y sus malditas alianzas. Para mí, era solo otro día en el que mi vida no era mía. Me senté en la cama, el camisón de seda resbalando, y la miré sin decir nada. No había calidez en sus ojos, solo esa determinación que me recordaba mi lugar: una pieza más en el tablero de sus ambiciones.
Eleanor dejó un vestido sobre la cama, extendiéndolo con cuidado, como si fuera una reliquia. Era de seda azul celeste, parecido al del baile de presentación, pero más ajustado, con un escote que dejaba poco a la imaginación. Mi cuerpo, que ya no era el de una niña, era ahora un trofeo que debían exhibir, una herramienta para cerrar tratos. -Henry ya habló con los Caldwell -dijo mientras me cepillaba el pelo con movimientos precisos, casi mecánicos-. Esta noche conocerás a Edward. Es un joven excelente. Educado, refinado... Y, lo más importante, de buena familia.
Me mordí los labios para no contestar. ¿Qué podía decir? Mi destino estaba escrito en las agendas de mi padre, en esas conversaciones a puerta cerrada entre hombres que decidían mi futuro sin preguntarme. Resistirme era inútil; ya lo había intentado antes, con preguntas tímidas o súplicas silenciosas, y siempre obtenía la misma respuesta: "Esto es por tu bien, Emily. Por el bien de la familia." Así que solo asentí, dejando que mi madre me peinara en ondas perfectas, como si fuera una muñeca lista para el escaparate.
Cuando terminó, se detuvo frente a mí, inspeccionándome de arriba abajo. -Perfecta -murmuró, pero no era un cumplido, sino una evaluación. Luego salió, dejándome sola con el peso de sus expectativas.
Me levanté y fui al espejo grande de mi habitación. El reflejo era el de una joven que el mundo consideraría guapa: pelo castaño cayendo en cascada, ojos verdes con una mezcla de inocencia y rebeldía, una figura que el vestido azul resaltaba con cruel precisión. Pero yo no me sentía guapa. Me sentía expuesta, vulnerable, como una presa esperando que la cazaran.
El resto del día fue un torbellino de preparativos. Las criadas entraban y salían, trayendo joyas, maquillaje, zapatos de tacón que apenas podía soportar. Mi madre supervisaba cada detalle, asegurándose de que no hubiera ni un error. Mi padre, encerrado en su despacho, seguramente ultimando los detalles de la "alianza" con los Caldwell. Nadie me preguntó cómo me sentía. Nadie me preguntó si quería esto.
La fiesta empezó al atardecer, cuando el cielo gris dio paso a una noche estrellada. El gran salón de la mansión Spencer brillaba bajo la luz de las arañas de cristal, que proyectaban sombras danzantes en las paredes. La música clásica, interpretada por un cuarteto, flotaba en el aire, tan falsa como las sonrisas de los invitados. Hombres de traje oscuro, mujeres con joyas deslumbrantes y vestidos que competían por llamar la atención, todos se movían con una elegancia ensayada, como actores en una obra que yo no había elegido.
Mi padre me presentó a muchísima gente: socios, esposas de socios, hijos de socios, todos con nombres que olvidaba al instante. Sus miradas eran siempre las mismas: una mezcla de admiración y cálculo, como si estuvieran valorando una mercancía. "Qué hermosa es tu hija, Henry", decían, y él asentía, orgulloso, mientras yo forzaba una sonrisa que me dolía en el alma. Era un producto terminado, listo para ser entregado al mejor postor.
Y entonces, por fin, llegó Edward Caldwell. Lo vi antes de que me lo presentaran, destacando entre la multitud por su altura y su porte impecable. Rubio, con el pelo perfectamente peinado hacia atrás, llevaba un traje gris que parecía hecho a medida. Sus ojos, de un azul claro casi transparente, no transmitían nada: ni calidez, ni curiosidad, ni interés. Se acercó con una sonrisa perfecta, ensayada, como si la hubiera practicado frente a un espejo.
-Feliz cumpleaños, señorita Spencer -dijo, inclinándose un poco para besar el dorso de mi mano. Sus labios estaban fríos, y el contacto me hizo estremecer, no de emoción, sino de incomodidad.
-Gracias -respondí, bajando la mirada. No sabía cómo actuar, cómo ser la muñeca perfecta que todos esperaban. Mi madre, desde el otro lado del salón, me observaba con ojos de halcón, lista para corregir cualquier paso en falso. Mi padre, a su lado, charlaba con un hombre que supuse era el padre de Edward, ambos riendo como si ya hubieran cerrado un trato.
Edward me ofreció su brazo, y lo acepté, dejando que me guiara hacia la terraza. El aire helado de la noche me golpeó la cara como un latigazo, sacándome del sopor de la fiesta. Las luces de Londres parpadeaban a lo lejos, un recordatorio de un mundo al que no pertenecía. Nos detuvimos junto a la balaustrada, y por un momento, el silencio entre nosotros fue casi insoportable.
-Debe de ser agotador -dijo de repente, su voz suave pero sin pizca de empatía.
Lo miré, sorprendida. -¿Qué cosa?
Él sonrió, esa sonrisa vacía que ya empezaba a detestar. -Ser tan deseada -murmuró, como si hablara de un objeto de colección en una subasta.
No supe qué responder. Sus palabras, aunque dichas con un tono galante, me hicieron sentir pequeña, reducida a una imagen, a un ideal que yo no había pedido. Solo miré las luces de la ciudad, preguntándome cómo había llegado a este punto, cómo mi vida se había convertido en una transacción.
Edward siguió hablando, llenando el silencio con cosas sin importancia: su universidad en el extranjero, sus logros académicos, los viajes del verano pasado. Hablaba con la seguridad de quien sabe que su audiencia está obligada a escuchar. No me preguntó nada sobre mí, ni sobre mis sueños, ni sobre lo que me hacía reír o llorar. Yo era solo un requisito más en su vida perfectamente planeada, una casilla que debía marcar para complacer a su familia.
Después de un rato, me tomó del brazo con más firmeza de la necesaria, su mano cálida pero autoritaria. -Nuestros padres tienen grandes expectativas -susurró cerca de mi oído, su aliento rozando mi piel-. No querrás decepcionarlos, ¿verdad?
Su tono era suave, pero había una amenaza velada en sus palabras, un recordatorio de que esto no era un juego. Algo dentro de mí se tensó, como un resorte a punto de romperse. Comprendí, en ese instante, que esto no era una cita. Era una evaluación, un examen para determinar si era digna de formar parte de su mundo. Y yo, sin quererlo, estaba siendo juzgada.
-Por supuesto que no -respondí, forzando una sonrisa que me dolió en el alma. Las palabras salieron mecánicas, ensayadas, como si alguien más las hubiera puesto en mi boca.
La noche se arrastró, lenta e insoportable. Bailamos un vals bajo la mirada aprobatoria de nuestros padres, charlamos con otros invitados, sonreímos para las cámaras que capturaban cada momento. Interpretamos el papel que nos habían asignado, y lo hicimos bien. Pero cada paso, cada palabra, me alejaba más de mí misma.
Cuando todo terminó, Edward me acompañó hasta la puerta de la mansión. -Espero verte pronto -dijo, inclinándose para rozar mis labios con los suyos. El beso fue frío, vacío, sin ninguna emoción verdadera. No sentí nada, solo un vacío que se extendía en mi pecho.
Asentí, incapaz de decir nada. Cuando cerré la puerta detrás de mí, apoyé la frente contra la madera, el frío de la superficie calmando el ardor de mi piel. Respiré hondo, tratando de contener las lágrimas que querían salir. El primer paso se había dado. La primera ficha se había movido en ese tablero de traiciones y desilusiones que era mi vida.
Y yo... yo ya había empezado a perderme.