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Capítulo 3 – Otra decepción
La mañana después de mi cita con Thomas fue tan pesada como la noche anterior, el aire pegajoso, como si llevara una capa invisible. Me desperté con los ojos hinchados de tanto llorar, las lágrimas que no había soltado delante de mis padres ahora marcadas en mi cara, un mapa de mi desesperación. Me senté en la cama, el camisón de seda pegándose a la piel, y miré por la ventana. El cielo era una masa gris, igual que el peso que sentía en el pecho. Sabía que no podía mostrar ni una grieta delante de ellos, que cualquier señal de debilidad sería usada en mi contra, así que me levanté, me lavé la cara con agua fría y me puse mi máscara: una sonrisa tan falsa que hasta a mí me dolía.
Bajé al comedor con pasos lentos, cada uno un esfuerzo por mantener la calma. La mesa estaba puesta como siempre: manteles blancos, vajilla de porcelana, un centro de flores frescas que mi madre cambiaba a diario. Ella ya estaba allí, sentada en su sitio de siempre, tomando su café negro en una taza tan fina que parecía a punto de romperse. Llevaba un vestido de diseñador, azul pálido, con un corte tan perfecto que parecía parte de su propia rigidez. Al verme, dejó la taza en el plato con un movimiento lento, casi teatral, y me examinó con ojos críticos, como buscando un fallo que corregir.
-¿Qué tal con Thomas? -preguntó, su voz tan neutra como si preguntara por el tiempo, aunque sus ojos mostraban una expectativa que me hizo temblar por dentro.
Me senté frente a ella, alisando la falda de mi vestido para ganar tiempo. Saboreé la respuesta como si fuera veneno, sabiendo que no había forma de suavizar la verdad. -No me gusta -dije al final, sin rodeos, mi voz más firme de lo que esperaba.
La desaprobación cruzó su cara en un instante, un destello que intentó ocultar con un suspiro resignado. -Eres demasiado exigente, Emily -dijo, con un tono condescendiente que me hizo apretar los puños bajo la mesa-. No puedes esperar encontrar un príncipe azul. Esto no es un cuento de hadas.
No respondí. ¿Qué más daba? A mis padres no les importaba lo que yo sentía, los sueños que guardaba en un rincón de mi alma. Para ellos, yo era una acción en bolsa, un activo que debían negociar para sacar el máximo provecho. Mi vida no era más que una extensión de sus ambiciones, una parte de su imperio. Solo tomé un sorbo de zumo de naranja, el sabor ácido quemándome la garganta, y dejé que el silencio hablara por mí.
Antes de que pudiera levantarme, mi padre entró en el comedor, su presencia llenando la habitación como una sombra. Henry Spencer no necesitaba alzar la voz para imponerse; su mera existencia era una orden. Se detuvo junto a la mesa, ajustándose los gemelos de su traje, y me miró con una intensidad que me hizo encogerme. -Tienes una nueva cita esta semana -anunció, su voz resonando como un martillo sobre un yunque.
No preguntó si quería. No preguntó cómo me sentía. La decisión ya estaba tomada, como siempre. Asentí, bajando la mirada hacia mi plato, donde un croissant intacto parecía burlarse de mi falta de apetito. Mi padre salió tan rápido como había entrado, y mi madre retomó su café, como si nada hubiera pasado. La conversación, si se podía llamar así, había terminado.
La cita con Michael Abbott fue un día cualquiera por la tarde, en un café moderno del centro de Londres, un sitio lleno de jóvenes empresarios hablando a gritos de startups y mercados. Mi madre, siempre pensando en todo, me hizo ponerme un vestido más sencillo esta vez: uno de lino beige, con mangas cortas y un cinturón que marcaba mi cintura sin exagerar. -Para no intimidarlo -dijo mientras me ayudaba a ponerme unos pendientes pequeños de perlas-. Michael es... diferente. No querrás abrumarlo.
Asentí, aunque sus palabras me dejaron un sabor amargo. ¿Diferente? ¿Qué significaba eso? ¿Que no era tan creído como Thomas ni tan frío como Edward? La idea de otra cita, de otro hombre que me miraría como un medio para un fin, me agotaba antes de empezar. Pero no había escapatoria, así que me miré al espejo por última vez, forzando una sonrisa que no sentía, y salí hacia mi destino.
El café estaba lleno de vida: mesas de madera clara, plantas colgando, un murmullo constante de voces y el olor a café por todas partes. Lo vi enseguida, sentado en una esquina, con la cabeza baja, metido en su móvil. Michael Abbott era todo lo contrario a Thomas. Delgado, con gafas grandes que se le resbalaban por la nariz, tenía un aire nervioso que no podía disimular. Su pelo castaño estaba revuelto, como si no hubiera tenido tiempo de peinarse, y sus manos sudorosas se retorcían sobre la mesa cada vez que levantaba la vista y me veía acercarme.
-Hola, Michael -dije, sentándome frente a él y ofreciéndole una sonrisa que esperaba pareciera sincera.
-Oh, h-hola -balbuceó, empujando sus gafas hacia arriba con un dedo tembloroso-. Emily, ¿verdad? Eres... eres más guapa de lo que me dijeron.
El cumplido, aunque torpe, no me llegó. Había oído variaciones de lo mismo demasiadas veces. Asentí, dándole las gracias con un murmullo, y pedí un té para llenar el silencio incómodo que se había creado entre nosotros. Durante toda la cita, Michael apenas levantó la vista de su móvil. Cada vez que sonaba una notificación, sus ojos brillaban con una emoción que nunca mostró al hablar conmigo. Hablaba rápido, saltando de un tema a otro: su empresa de tecnología, los algoritmos que estaba creando, un proyecto que "cambiaría el mundo". Pero no había pasión en su voz, solo una necesidad de llenar el silencio.
Me esforcé por sonreír, por ser amable, por hacer el papel que me habían asignado. Hice preguntas, intenté encontrar algo que nos uniera, pero era como hablar con una pared. Michael respondía con monosílabos o volvía a mirar su teléfono, revisando correos o mensajes con una urgencia que me hacía sentir invisible. No había conexión, ni siquiera respeto. Para él, yo no era más que otra tarea en su agenda apretada, una cosa más que tenía que hacer para contentar a sus padres.
La primera cita terminó con un apretón de manos raro y una promesa vaga de volver a vernos. No esperaba que lo hicieran, pero mi madre, siempre preocupada por las apariencias, insistió en una segunda cita. -Dale una oportunidad, Emily -dijo, como si mi felicidad fuera algo que se podía negociar-. No todos son como Thomas.
La segunda cita fue aún peor. Nos encontramos en una tetería elegante, un sitio con paredes de ladrillo y lámparas de hierro. Michael estaba más nervioso que antes, sus manos temblaban mientras sostenía su taza de té. Hablamos poco, o más bien, él habló poco, solo murmurando sobre su trabajo mientras yo fingía interés. El silencio entre nosotros era un abismo, y cada minuto se sentía eterno.
Entonces, sin avisar, levantó la vista de su móvil y, con una seriedad que no le había visto antes, soltó: -Deberíamos casarnos.
Me quedé paralizada, la taza a medio camino de mis labios. El té se enfrió en mis manos mientras intentaba entender sus palabras. -¿Qué...? -balbuceé, sin saber si había oído bien.
Michael se ajustó las gafas, nervioso, y se aclaró la garganta. -No quiero estar solo -confesó, mirando a su taza como si le hablara a ella en lugar de a mí-. Tú pareces... adecuada.
La sinceridad de sus palabras era tan absurda que no sabía si reír o llorar. ¿Era eso lo que valía? ¿Ser "adecuada"? ¿Cumplir una función básica como compañía para un hombre que apenas podía mirarme a los ojos? Me obligué a sonreír débilmente, mi mente dando vueltas mientras buscaba una respuesta. -Eso es... muy repentino, Michael -dije al final, mi voz temblando-. No creo que estemos listos para algo así.
Él se encogió de hombros, como si mi respuesta no importara, y volvió a mirar su móvil, como si su propuesta de matrimonio fuera una notificación más que podía olvidar rápido. Yo me quedé allí, atrapada, sintiendo cómo mi vida se desmoronaba un poco más. La tetería, con su encanto rústico, se volvió claustrofóbica, las paredes cerrándose a mi alrededor.
Cuando regresé a casa, mi madre me esperaba en el vestíbulo, sus ojos examinándome en busca de señales. -¿Y bien? -preguntó, su tono impaciente.
-No funcionará -dije, mi voz plana, sin energía para discutir.
Ella suspiró, pero no insistió. Sabía que vendrían más, que Michael era solo otro nombre en una lista interminable. Pero yo no podía seguir así. ¿Era esto todo lo que me esperaba? ¿Un desfile interminable de caras, de nombres, de expectativas vacías? La pregunta resonaba en mi cabeza, cada vez más pesada, cada vez más cruel.
Algo dentro de mí empezó a romperse en silencio, una grieta que ya no podría ocultar por mucho tiempo. No era solo tristeza o resignación lo que sentía. Era rabia, una rabia escondida, silenciosa, que comenzaba a envenenar todo dentro de mí. No sabía cómo sacarla, no sabía cómo liberarla, pero estaba ahí, creciendo, esperando el momento de explotar.
Y, aunque aún no lo sabía, esa rabia sería la chispa que cambiaría mi vida para siempre.