Capítulo 5 La última palabra de Emily

Capítulo 4 – La última palabra de Emily

El sol se colaba con fuerza por la ventana al despertar, sus rayos dorados cortando la oscuridad como cuchillos. Por un instante, mientras parpadeaba contra la luz, casi juraría que todo lo vivido hasta ahora -las citas, las expectativas, las sonrisas falsas- había sido solo una pesadilla. Pero al levantarme y ver mi reflejo en el espejo, supe que no era así. Mis ojos, aunque brillantes, tenían unas ojeras sutiles, la marca silenciosa de las lágrimas de la noche anterior. El peso de la realidad cayó sobre mí como un yugo, constante e implacable, recordándome que no había salida.

Me vestí sin ganas, eligiendo algo sencillo: una blusa blanca de algodón y una falda gris que no llamara la atención. Era un pequeño acto de rebeldía silenciosa, una forma de no complacer a mis padres con sus elecciones de ropa perfectas, diseñadas para convertirme en el trofeo que querían mostrar. Hoy no quería ser su muñeca. Hoy quería ser yo, aunque solo fuera por un momento.

Bajé al comedor despacio, el eco de mis zapatos resonando en el mármol del vestíbulo. Mi madre, Eleanor, ya estaba allí, sentada en su sitio habitual, su postura tan rígida como la porcelana de la mesa. Llevaba un vestido de diseñador, verde esmeralda, que resaltaba su belleza fría, y su pelo estaba recogido en un moño impecable. Tomaba su café con una elegancia estudiada, como si el mundo girara a su alrededor, esperando sus órdenes. Al verme, dejó la taza en el plato y me examinó con ojos críticos, su mirada deslizándose por mi ropa sencilla con un brillo de desaprobación.

-Emily, ¿cómo te fue con Michael? -preguntó, su tono amable, casi dulce, como si esperara que hubiera cambiado de opinión, como si en su cabeza ya estuviera planeando la próxima conversación con sus amigas o los socios de mi padre.

Me detuve en la puerta, mi mano todavía en el marco, y sentí una oleada de rabia atravesarme, caliente y afilada como una cuchilla. No quería seguir con este juego, no quería fingir una vez más que todo estaba bien. -No me gusta -dije con firmeza, dejando que las palabras se colaran en el aire entre nosotras, un desafío que no había planeado pero que no podía contener-. Estoy cansada, mamá. No quiero seguir con esto.

El silencio que siguió fue tan pesado que parecía absorber el aire de la habitación. Mi madre no estaba acostumbrada a mi firmeza. Estaba acostumbrada a una hija obediente, una muñeca que asentía y sonreía, que cumplía su papel sin preguntar. Pero esta vez, no. Su rostro se tensó, sus labios apretándose en una línea fina, y por un instante, vi incredulidad en sus ojos. -¿Qué quieres decir con eso, Emily? -preguntó, su tono pasando de amable a serio, la máscara de perfección desvaneciéndose.

Respiré hondo, intentando calmar las emociones que me invadían. Mi corazón latía fuerte, pero no podía echarme atrás ahora. -Quiero que dejen de buscarme novios -dije, mi voz temblaba pero era firme-. Quiero decidir por mí misma. No soy un objeto. No quiero seguir siendo un trofeo para mostrar en sus cenas de negocios.

El silencio se hizo casi físico, un muro invisible entre nosotras. Mi madre, que nunca me había oído hablar así, parecía paralizada, sus manos quietas sobre la mesa. Pero no mi padre. Henry Spencer, que había entrado sin que lo notara, se acercó con su aire serio, su mirada calculadora fija en mí como un depredador mirando a su presa. Su presencia llenaba la habitación, su autoridad indiscutible.

-Lo que dices no tiene sentido, Emily -declaró, su voz grave y cortante, un tono que no dejaba lugar a dudas-. No puedes seguir rechazando lo que te ofrecemos. Cada uno de esos hombres tiene una posición que tú no podrás alcanzar sola. Estás demasiado preocupada por el "amor" cuando lo que necesitamos es asegurar tu futuro. ¿Qué más quieres que hagamos? ¿Que te sigamos dando tiempo para que elijas por tu cuenta? Eso es un lujo que no podemos permitir.

Mi madre lo miró en silencio, asintiendo, su cara ahora una mezcla de alivio y complicidad. Luego, como queriendo suavizar las palabras de mi padre, añadió con una calidez calculada: -A veces, el amor no es suficiente para construir una familia, hija. Cuando Henry y yo nos casamos, no fue por amor. Fue un matrimonio arreglado, y te puedo asegurar que el amor llegó después, con el tiempo. Primero vino el respeto, el trabajo duro, el construir un futuro juntos. El amor no fue más que la consecuencia de todo eso. Y nosotros, después de muchos años, logramos que funcionara.

Me quedé callada, pero no porque estuviera de acuerdo. Sus palabras me golpearon como un eco de un mundo que no entendía, un mundo donde el amor era secundario, un lujo innecesario. ¿Quién podía entender algo tan lejos de lo que yo sentía? Ellos no sabían lo que era el amor verdadero, esa chispa que te consume por dentro, que te hace sentir viva. Yo no quería un matrimonio basado en la conveniencia, no quería esperar años para que el "respeto" se convirtiera en algo más. Pero no encontraba las palabras para desafiarlos, no tenía la fuerza para decir lo que mi corazón gritaba.

Mi madre continuó, como si estuviera dando una lección que no podía cuestionar: -Si no aceptas este tipo de uniones, pronto estarás sola. Y créeme, serás infeliz. Todos lo somos al principio, Emily. Eso no significa que sea malo, ni que no valga la pena. A veces, lo que el corazón desea es solo una ilusión. Lo que realmente importa es lo que puedes construir a largo plazo.

Sentí una punzada en el pecho, aguda y fría. ¿Eso era lo que me esperaba? ¿Un futuro de sacrificio donde el amor se volvía un sueño lejano? No quería eso. No era lo que soñaba para mí, no era la vida que imaginaba en las noches que pasaba leyendo novelas a escondidas, soñando con un amor que me viera, que me valorara por quien era. Pero antes de que pudiera responder, mi padre me interrumpió, como si ya supiera lo que iba a decir: -Tu madre tiene razón. Lo siguiente que vamos a hacer es organizar una nueva cita. Esta vez será con Jonathan Pierce. Hijo de un magnate petrolero, un hombre serio, con ambiciones. Lo conocerás el jueves por la noche.

No podía más. No podía seguir siendo parte de esta mentira, de este juego donde yo era solo una pieza movida por sus manos. Pero, ¿qué opciones tenía? La rabia que había sentido antes se mezcló con una impotencia que me aplastaba. Asentí, bajando la mirada, porque sabía que cualquier resistencia sería inútil. Mi padre salió del comedor, dejando tras de sí un silencio pesado, y mi madre retomó su café, como si mi pequeña rebelión nunca hubiera ocurrido.

La noche del jueves llegó con la puntualidad cruel que a veces parece tener el destino. Mi madre me había elegido un vestido rojo oscuro, elegante pero atrevido, con un escote que mostraba más de lo que me sentía cómoda enseñando. -Jonathan es un hombre de gustos fuertes -dijo mientras me ayudaba a ponerme unos pendientes de rubíes-. Necesitas mostrar seguridad.

No respondí. Solo me miré en el espejo, sintiendo que la Emily que veía no era yo, sino una versión creada para complacer a otros. Bajé al vestíbulo, donde Jonathan Pierce me esperaba, y su presencia me golpeó como una ráfaga de aire frío.

Jonathan era diferente a los chicos que había conocido hasta ahora. Alto, de hombros anchos, con una cara angulosa y una mirada que cortaba como un cuchillo. Su traje negro estaba impecable, pero había algo en su postura, en cómo ocupaba el espacio, que mostraba dominio. Me miró de arriba abajo, no con admiración, sino con una evaluación fría, como si yo fuera otra propiedad para añadir a su colección. -Emily -dijo, su voz grave y autoritaria-. Vamos.

No me ofreció el brazo, no sonrió, no hizo ningún esfuerzo por ser amable. Simplemente se dio la vuelta y caminó hacia su coche, un sedán negro que brillaba bajo la luz de las farolas. Lo seguí, mis tacones resonando en el pavimento, sintiendo cómo mi corazón se hundía con cada paso.

Me llevó a una cena privada en un restaurante de lujo, un lugar con luces tenues, paredes de terciopelo negro y un ambiente tan opresivo que apenas podía respirar. Las mesas estaban separadas por biombos, creando una ilusión de intimidad que solo aumentaba mi incomodidad. Jonathan se sentó frente a mí, su mirada fija y fría atravesándome como una lanza. Me sentía como un trozo de carne en el mercado, exhibida para que el más fuerte la eligiera.

-Eres preciosa -dijo después de un silencio que pareció eterno, su tono no era un cumplido, sino una afirmación que esperaba que aceptara-. Serías una esposa perfecta para un hombre como yo.

La sola idea de pertenecerle me dio escalofríos. Había algo inquietante en su presencia, una seguridad que rozaba la crueldad, un recordatorio de que este no era un hombre que aceptaba un "no" por respuesta. Habló de sus negocios, de sus planes para expandir el imperio de su padre, de la vida que imaginaba para nosotros, todo sin preguntarme qué quería yo, qué soñaba. Para él, mi opinión no importaba.

Me esforcé por mantener la calma, por sonreír, por responder con monosílabos que no mostraran el asco que crecía dentro de mí. Pero cada palabra suya, cada mirada, me hacía sentir más pequeña, más atrapada. Cuando la cena terminó, me acompañó al coche, su mano en mi espalda baja más posesiva de lo necesario. -Hablaremos pronto -dijo, su tono dejando claro que no era una sugerencia, sino una orden.

Cuando volví a casa, mi cuerpo seguía sintiéndose como una pieza en un tablero de ajedrez, movida por la voluntad de otros. Me quité el vestido rojo y lo dejé caer al suelo, como si pudiera desprenderme también de la humillación de la noche. Me senté en la cama, mirando la oscuridad de mi habitación, y por primera vez, sentí algo más que tristeza o rabia.

Sentí fuerza. Una fuerza frágil, pero real. Algo dentro de mí sabía que no iba a permitir que esta fuera la única forma en que viviría mi vida. No sabía cómo, no sabía cuándo, pero este no era el final. No lo iba a permitir.

                         

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