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Capítulo 2 - Otra pieza en el tablero
Los días después de mi fiesta de dieciocho fueron como una película borrosa y gris. Cada mañana me despertaba con el estómago revuelto, el corazón latiendo entre la ansiedad y la resignación. Me miraba al espejo, buscando algún rastro de la Emily que era antes, pero solo veía a una extraña: una chica con cara bonita, pelo perfecto y una sonrisa falsa que escondía el vacío que crecía dentro. ¿Cuánto más podría fingir? ¿Cuánto más podría ser una marioneta para mis padres?
El encuentro con Edward Caldwell me había dejado tocada, no en el corazón, sino en el alma. Su beso frío, sus palabras calculadoras, la forma en que me miró como si fuera un objeto valioso, todo se repetía en mi cabeza como un eco cruel. Sabía que no podía seguir así, que tenía que hacer algo, aunque fuera pequeño, para recuperar un trozo de mi vida. Al final, una tarde, junté el poco valor que me quedaba y bajé al despacho de mi padre.
El despacho de Henry Spencer era su reino, con paredes de madera oscura, estanterías llenas de libros que nadie leía y un escritorio enorme que dominaba la habitación como un trono. Mi padre estaba allí, sentado en su silla de cuero, mirando unos papeles con una precisión de cirujano. Mi madre, Eleanor, estaba de pie junto a la ventana, revisando algo en su móvil, con su cara de siempre, impasible. El aire olía a tabaco y a la cera que usaban las criadas para limpiar los muebles, un recordatorio de la riqueza que me rodeaba y que, a la vez, me asfixiaba.
Tosí suavemente, un sonido tímido que apenas rompió el silencio. Mi padre no levantó la vista. -¿Qué quieres, Emily? -preguntó, su voz grave y fría, como si mi presencia fuera una interrupción en su mundo perfecto.
Respiré hondo, obligándome a que la voz no me temblara, aunque sentía las rodillas flojas bajo la falda. -No me gusta Edward -solté de golpe, las palabras saliendo más rápido de lo que esperaba-. No quiero volver a verlo.
El silencio que siguió fue como un peso cayendo sobre mis hombros. Mi madre arqueó una ceja, con una mezcla de sorpresa y desprecio, como si hubiera dicho algo terrible. Mi padre, por fin, dejó los papeles y me miró, sus ojos fríos y calculadores, dos pozos oscuros que parecían ver a través de mí. -Edward es una excelente opción -dijo, con un tono tan firme que no admitía discusión-. Viene de una familia impecable. Tiene un futuro brillante.
-No me importa -repliqué, sintiendo cómo el miedo me apretaba el pecho, pero sin poder echarme atrás ahora-. No... no quiero estar con alguien que no me interesa.
Por un momento, el tiempo pareció detenerse. El silencio llenó la habitación, un silencio cargado de reprobación y decepción. Mi madre fue la primera en romperlo. -Estás actuando como una niña mimada -dijo, su voz cortante como un cuchillo-. No se trata de amor, Emily. Se trata de conveniencia. De asegurar tu futuro.
Sus palabras me dolieron, no porque fueran nuevas, sino porque confirmaban lo que ya temía: para ellos, yo no era una persona con sueños, sino una herramienta para sus planes. Mi padre asintió, como si las palabras de mi madre zanjaran el asunto. -Pero -continuó, dándome una mirada calculadora que me hizo sentir aún más pequeña-, si Edward no es de tu agrado, encontraremos otra opción. -Hizo una pausa, dejando claro que su paciencia tenía un límite-. No puedes seguir rechazando pretendientes eternamente.
Y así, sin más, mi destino volvió a sellarse. No había conseguido nada; solo había cambiado un pretendiente por otro, como si fuera una mercancía defectuosa que necesitaba un nuevo comprador. Salí del despacho con el corazón pesado, sabiendo que mi intento de rebeldía había sido inútil. Era una pieza más en su tablero, y ellos seguían moviendo las fichas.
Semanas después, me presentaron a Thomas Berenger, hijo del dueño de una cadena internacional de hoteles de lujo. Recuerdo el día como si fuera ayer, cada detalle grabado en mi memoria con la claridad de una herida reciente. Mi madre había elegido un vestido de seda negra para la ocasión, ajustado a la cintura, elegante pero discreto, diseñado para proyectar sofisticación sin eclipsar mi "valor". Las joyas eran mínimas pero carísimas: un collar de perlas y unos pendientes de diamantes, un recordatorio silencioso de lo que estaba en juego. Me miró en el espejo antes de salir, ajustándome un mechón de pelo con una precisión de cirujano. -Compórtate, Emily -dijo, su voz baja pero llena de advertencia-. Thomas es importante.
Asentí, como siempre, aunque por dentro sentía un nudo que no podía deshacer. Bajé las escaleras de la mansión, mis tacones resonando en el mármol, y allí estaba él, esperando en la puerta principal. Thomas Berenger conducía un deportivo de último modelo, un coche negro brillante que parecía gritar su riqueza y su arrogancia. Era moreno, atlético, con una mandíbula marcada y unos ojos oscuros que parecían devorar todo. Llevaba un traje azul marino, desabrochado lo justo para mostrar una confianza que rozaba la insolencia. Cuando me vio, sonrió, una sonrisa que no llegó a sus ojos.
-Emily Spencer -dijo, extendiendo una mano como si fuera el dueño del mundo-. Un placer.
-Igualmente -respondí, forzando una sonrisa mientras tomaba su mano. Su agarre era firme, casi posesivo, y por un instante, pensé que tal vez sería diferente. Tal vez, detrás de esa fachada de arrogancia, habría algo de humanidad, algo que pudiera conectar conmigo. Qué ingenua era.
Thomas me llevó a cenar a un restaurante carísimo en el centro de Londres. La decoración era opulenta: paredes de terciopelo rojo, lámparas de araña que brillaban como joyas, mesas adornadas con flores frescas y cubiertos de plata. Los camareros, vestidos de etiqueta, se movían con una precisión casi militar, y el murmullo de las conversaciones era tan refinado que parecía ensayado. Todo era un sueño... hasta que Thomas abrió la boca.
Durante tres horas, no paró de hablar de sí mismo. Habló de sus logros en la universidad, de las propiedades que su familia tenía en la Costa Azul, de los viajes exóticos que había hecho, de las mujeres que había dejado atrás porque, según él, eran "demasiado simples" para alguien como él. Se reía de sus propias anécdotas, como si esperara que yo aplaudiera cada una, y su voz, grave y segura, llenaba el espacio, ahogando cualquier posibilidad de diálogo. Yo sonreía, asentía, fingía interés, mientras por dentro cada palabra suya me alejaba más y más.
Ni una sola vez me preguntó por mí. No quiso saber qué libros leía, qué música me gustaba, qué sueños guardaba en mi corazón. Para él, yo no existía más allá de mi apariencia, de mi apellido, de la imagen que proyectaba al sentarme frente a él con mi vestido negro y mis perlas. Era como si estuviera cenando con un fantasma, una versión de mí que solo vivía en su cabeza.
Al final de la noche, cuando ya creía que no podía ser peor, Thomas se inclinó sobre la mesa, sus ojos oscuros brillando bajo la luz tenue de la lámpara. -Eres preciosa -dijo, con una arrogancia que ya me resultaba insoportable-. Serías una esposa perfecta.
El asco me subió por la garganta como un veneno, un sabor amargo que apenas pude contener. Tuve que tragar fuerte para no vomitar sobre el mantel blanco. Sonreí débilmente, como me habían enseñado, pero no dije nada. ¿Qué podía decir? Estaba atrapada en una jaula dorada, y Thomas era solo otro barro de esa prisión.
Pidió la cuenta con un gesto exagerado, dejó una propina enorme que parecía más una demostración de poder que un acto de generosidad, y luego me llevó de vuelta a casa. Durante el camino, habló de los futuros viajes que podríamos hacer juntos, del yate de su padre, de los hoteles que un día serían suyos. Yo miraba por la ventanilla, contando los minutos para que esa pesadilla terminara, las luces de la ciudad pasando como un borrón.
Cuando llegamos a la mansión, Thomas se inclinó para besarme. Giré la cara sutilmente, dejando que sus labios rozaran apenas mi mejilla. No quería sentirlo. No quería recordarlo. -Te llamaré pronto -dijo con una sonrisa triunfante, como si ya me hubiera conquistado.
Asentí sin mirarlo, mis manos apretadas en puños bajo el chal que me cubría los hombros. Entré en casa con pasos pesados, el eco de mis tacones resonando en el vestíbulo vacío. Subí corriendo a mi habitación, cerré la puerta de golpe y me dejé caer sobre la cama. El vestido se arrugó bajo mi cuerpo, pero no me importó. Las perlas del collar se clavaban en mi piel, un recordatorio cruel de la noche que acababa de soportar.
Miré el techo, sintiendo cómo las lágrimas me quemaban los ojos, luchando por no caer. ¿Era esto todo lo que me esperaba en la vida? ¿Ser una sombra bonita en la vida de un hombre que nunca me vería como una persona? ¿Era esa la gran "bendición" de haber nacido en una familia multimillonaria? El silencio de mi habitación era ensordecedor, un vacío que se burlaba de mis sueños.
Me sentía sola, vacía, un objeto de lujo sin alma. Y supe, con una claridad devastadora, que si quería salvarme, tendría que encontrar la forma de romper las cadenas que me ataban. Pero aún no estaba lista. Aún no era lo suficientemente fuerte. Por ahora, solo podía seguir obedeciendo, seguir siendo la hija perfecta, la ficha que mis padres movían a su antojo.
Y esperar. Esperar a que algo, alguien, cambiara mi destino.