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Habían pasado tres días desde aquella conversación en la oficina. Valentina no había salido de su pequeño apartamento más que para controles médicos. Tenía náuseas constantes, un cansancio que le calaba los huesos y una tristeza que la perseguía incluso en sueños.
Tomás le había insistido en que se mudara, que dejara la ciudad cuanto antes. Pero algo dentro de ella -una mezcla de terquedad y orgullo herido- la hacía quedarse. Tal vez quería demostrarse que podía sola. O que no tenía miedo. O tal vez, en el fondo, seguía esperando que Alejandro apareciera, que golpeara su puerta con los ojos cansados y dijera: "Me equivoqué."
Pero no lo hizo.
En su lugar, llegó un sobre. Sin remitente.
Lo encontró esa mañana, entre el correo. Lo supo al instante. Reconocía el estilo del sobre, la sobriedad del diseño, el sello de los abogados de De la Vega & Asociados.
Lo abrió con manos temblorosas.
Divorcio exprés.
Firma aquí.
Sin visitas. Sin hijos. Sin explicaciones.
Una nota manuscrita, ni siquiera firmada:
"Te deseo lo mejor. Cuídate. A."
Valentina sintió un nudo en el estómago. Pero no por el embarazo. Era peor. Más punzante.
Alejandro no solo no quería saber del bebé.
Quería borrarla. Como si nunca hubiera existido.
Tomás la encontró más tarde, sentada en el suelo, con los papeles aún en la mano.
-¿Lo vas a firmar?
-Claro que sí -dijo ella, con voz hueca-. ¿Por qué me aferraría a un hombre que me ve como una amenaza?
-¿Todo listo?
-Sí, señora. Esta noche. En la calle lateral de su edificio. Sin cámaras. Sin testigos.
-¿Y lo hará como hablamos?
-Un tirón de bolso. Un empujón. Un mal golpe. Que parezca un asalto. Nada más.
Isabella exhaló despacio. Estaba frente a su espejo, probándose los pendientes de esmeralda que Alejandro le había regalado el día anterior. La perfección reflejada en cristal. Nada podía manchar su futuro.
-Bien. Asegúrate de que no quede... ningún rastro.
Colgó sin emoción.
Si el destino no quería encargarse de esa criatura, ella lo haría.
vitaminas prenatales. Iba distraída, sumida en su propio silencio, cuando lo escuchó:
-¡Eh, tú!
Un hombre encapuchado. Rápido. Sin titubear.
Ella giró. Intentó correr. Demasiado tarde.
El golpe fue directo al estómago.
Cayó al suelo con un gemido ahogado. No gritó. No pudo. Sintió un dolor seco, agudo, como si le hubieran arrancado el aire y el alma al mismo tiempo.
El tipo le arrancó la bolsa, fingió hurgar su cartera, y corrió. Fue rápido. Preciso. Como un acto ensayado.
Una señora mayor la vio desde un portal. Corrió a auxiliarla. Gritó por ayuda.
-¡Llamen a una ambulancia! ¡Está sangrando!
Valentina miró sus manos. Rojas.
Y luego, negro.
Despertó en el hospital. La luz blanca la cegó por un segundo. Escuchó su nombre, pero le costó saber de dónde venía.
-Valen... ¿me escuchás? Soy yo, Tomás...
Ella quiso hablar, pero no pudo.
Una enfermera entró con una carpeta. Luego un médico. Joven. Demasiado tranquilo.
-Tuviste un aborto espontáneo, Valentina. Lo sentimos mucho. Llegaste con sangrado y pérdida. No pudimos hacer nada.
Valentina no dijo nada. No lloró. Solo se quedó mirando al techo como si esperara que alguien le dijera que era un error. Que se habían confundido.
Pero nadie lo dijo.
El médico fue breve. No dio detalles. No mencionó ultrasonidos, ni ecografías, ni latidos. Solo dijo lo esencial. Como si la historia estuviera cerrada. Como si no mereciera más explicaciones.
Y quizás era así. Quizás para ellos era solo otro caso más.
Pero para Valentina... había sido todo.
En otra parte de la ciudad, Isabella brindaba con una copa de vino, mientras observaba desde la terraza cómo las luces de los edificios titilaban como estrellas artificiales.
No le preguntó a nadie si había salido bien.
No necesitaba hacerlo.
Ella sabía que cuando uno paga lo suficiente... todo se soluciona.
La primera noche en el hospital fue larga, silenciosa, casi inmóvil.
A Valentina le dolía todo el cuerpo, pero no era un dolor físico. Era un peso denso, inmóvil, que se había instalado dentro de ella. Como si alguien hubiera dejado una piedra enorme en su pecho y le hubiera dicho: "Viví con esto".
No lloraba. No hablaba. Apenas parpadeaba.
Tomás se quedó en una silla plegable junto a su cama, sin saber qué decirle. Le trajo ropa, jugo, incluso una mantita con la que solía cubrirse en su taller. Nada ayudó. Valentina estaba ida. Con los ojos abiertos, pero lejos.
El médico volvió dos veces más. Siempre con pocas palabras.
-La paciente está estable. No hubo complicaciones internas.
Tomás quiso preguntar más, pero el doctor siempre respondía con evasivas. No hubo ultrasonido detallado. No hubo análisis completos. "No fue necesario". Y en algún rincón de su estómago, Tomás sintió que algo no cuadraba.
Valentina fue dada de alta dos días después. Caminaba lento. Casi como si flotara.
Esa tarde, en su departamento, se encerró en su habitación. No quería ver a nadie. No quería responder mensajes. Ni siquiera quería respirar. Cada vez que lo hacía, le dolía.
Abrió el armario donde aún colgaban algunas de sus piezas de diseño. Telas que había elegido con cuidado. Vestidos que nunca llegó a terminar. Bocetos pegados en la pared con cinta desgastada.
Todo eso ya no significaba nada.
Encendió su laptop vieja. Revisó una bandeja de entrada polvorienta. Algunas ofertas de trabajo, invitaciones a exposiciones pequeñas. Correos olvidados de clientes anteriores.
Y entonces, lo supo.
Tenía que irse.
No sabía adónde. Solo sabía que tenía que desaparecer de ese lugar, de esa ciudad, de esa historia.
Porque quedarse ahí sería como volver a un campo de guerra cada mañana. Y ella ya no tenía con qué pelear.
Del otro lado de la ciudad, la historia era otra.
Alejandro estaba en su oficina de siempre, detrás de su escritorio de mármol, rodeado de pantallas y asistentes que hablaban más rápido de lo que pensaban. Firmaba papeles, aprobaba contratos, agendaba vuelos. Vivía con la eficiencia de una máquina bien calibrada.
Nadie se atrevía a preguntarle por su vida personal. Aunque todos sabían. Claro que sabían.
El divorcio había sido discreto, pero dentro del círculo empresarial, todos comentaban la velocidad con la que se había resuelto todo. Algunos decían que Alejandro había actuado con frialdad. Otros, que estaba aliviado.
Y luego estaba Isabella Morán.
Ella se movía con la seguridad de quien sabe que ya ganó.
Ahora ocupaba la silla del copiloto en sus reuniones. Lo acompañaba a cenas con inversionistas, posaba junto a él en eventos de beneficencia. Siempre con una sonrisa perfecta, una mano sobre su brazo, un "amor" suave en los labios cada vez que lo llamaba.
Pero Alejandro no estaba enamorado. No realmente.
Lo que tenía con Isabella era... conveniente. Ordenado. Seguro.
No lo retaba. No lo hacía dudar. No lloraba en medio de la noche por un hijo que no tenían. No lo acusaba de haber cambiado.
-Estás mejor así -le dijo ella una noche, sirviéndole whisky en su departamento de lujo-. Sin dramas. Sin lastres.
Alejandro no respondió.
En algún rincón, algo le incomodaba. Pero ya no sabía cómo se sentía sentirse algo.
Estaba vacío y ni siquiera lo notaba.
-
Valentina empaquetó lo esencial en una maleta mediana. Dejó el resto para Tomás o para la señora del edificio. No quería nada que le recordara ese lugar. Ni su nombre. Ni su historia.
Antes de irse, pasó por el taller donde había trabajado los últimos tres años. Se despidió con una sonrisa triste. Dijo que iba a vivir con una tía en el extranjero. Que necesitaba un cambio de aire.
Nadie preguntó mucho. A veces, cuando el dolor es tan visible, la gente prefiere no saber.
Se fue con un pasaporte renovado y un nombre nuevo. Solo ella y su silencio.
El avión despegó al anochecer. Miró por la ventanilla con los ojos secos. No lloró. No se despidió de nadie.
Solo se prometió una cosa:
Nadie volvería a tocar lo que era suyo.
Isabella, mientras tanto, había comenzado a moverse como quería. Con Valentina fuera del mapa y Alejandro enfocado en su nueva expansión internacional, todo parecía al alcance de su mano.
Convenció al consejo de incluirla en ciertos comités. Le sonsacó al abogado de confianza detalles financieros. Empezó a sugerir inversiones, a opinar en decisiones mayores. Alejandro la escuchaba, cada vez más.
Y aún no había mostrado todas sus cartas.
Porque ella no solo quería la empresa. Quería el apellido.
Y si en algún momento Alejandro llegaba a recordar lo que dejó atrás...
Ella ya tendría la corona bien amarrada.