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El avión aterrizó en Lisboa con la suavidad de una despedida que no se atrevió a ser dicha.
Valentina no conocía la ciudad. La eligió por eso. Porque no tenía historia con ella. Porque nadie la conocía. Porque las calles, los nombres, las estaciones, todo era nuevo. Fresco. Limpio.
El aire olía a mar y a café recién hecho.
Había alquilado un pequeño apartamento en Alfama, en una calle empinada y empedrada donde el canto de las aves madrugadoras se colaba por las ventanas sin permiso. Era un lugar modesto, pero cálido. Con plantas en los balcones y vecinos que la saludaban sin hacer preguntas.
Ahí, por primera vez en mucho tiempo, pudo respirar sin sentir que el aire le dolía.
No hablaba bien portugués, pero tenía nociones. Había pasado las tardes anteriores a su viaje mirando videos en su laptop rota, practicando frases en voz baja. "Meu nome é Clara", decía ahora, con una sonrisa tímida. Clara. Clara Diniz. Así figuraba en sus nuevos papeles.
Valentina había muerto. O al menos, eso se repetía.
Clara era otra. Clara era fuerte. Clara no lloraba todas las noches. Clara no se despertaba gritando cuando soñaba con una sombra que se agachaba sobre su vientre.
Pero claro, todo eso era mentira. Porque los fantasmas no entienden de nombres nuevos. Se instalan, simplemente, y se quedan a vivir contigo. Aunque cambies de idioma. Aunque cambies de piel.
Durante las primeras semanas, Clara evitó los espejos. No podía soportar su propia imagen. Se veía pálida, cansada, rota. Pero poco a poco, la ciudad comenzó a trabajar sobre ella como un bálsamo.
Las caminatas por la costa, el olor a pan tibio en las mañanas, la música callejera de los domingos. Todo eso la sostenía. No la curaba, pero la sostenía.
Consiguió trabajo como ayudante en un pequeño taller de costura. La dueña, una mujer mayor llamada Rosa, le ofreció el puesto sin demasiadas preguntas. Clara tenía manos hábiles, una mirada sensible, y una tristeza que Rosa reconoció sin invadir.
-As mulheres com olhos tristes sabem fazer milagres com las telas -le dijo un día.
Clara sonrió por primera vez.
Allí, entre agujas, telas y bocetos, comenzó a recordar lo que le gustaba de sí misma. Empezó a dibujar de nuevo. A imaginar. A crear.
Y, sobre todo, a esperar sin saber qué.
Las noches en Lisboa eran frías, pero esa en particular parecía más larga. Clara -o Valentina, aunque todavía le costaba saber cuál de las dos era- llevaba días sintiéndose extraña. No era solo el cansancio, ni las pesadillas ocasionales. Había algo más... un peso en el cuerpo que no se iba. Mareos súbitos, náuseas cuando olía el pan caliente, sensibilidad extrema.
Al principio lo atribuyó al trauma. Al duelo. Al desgaste físico de todo lo que había vivido. A las secuelas invisibles de una agresión que aún le ardía en la memoria.
Pero una mañana, mientras acomodaba telas en el taller, un calor repentino le subió por la espalda. Todo giró. El suelo pareció moverse bajo sus pies y, sin tiempo para alertar a nadie, se desvaneció.
Cuando abrió los ojos, estaba en una camilla, rodeada por paredes blancas con letreros en portugués y una enfermera que le tomaba el pulso con delicadeza.
-Calma, menina. Já passou. Você desmaiou no trabalho.
Valentina parpadeó, confundida.
La enfermera le ofreció agua y sonrió con suavidad. En ese momento entró el médico. Era joven, amable, con una voz tranquila. Se presentó como el doctor Fonseca.
-Queríamos asegurarnos de que no fuera nada grave. Le hicimos un chequeo completo. Presión, sangre... y una ecografía de rutina, por precaución -dijo con tono profesional.
Valentina lo miró sin entender. ¿Ecografía?
-Señorita Diniz -continuó él, sin sospechar nada-, usted está embarazada.
Valentina sintió que el mundo volvía a girar.
-No... no puede ser -susurró-. Ya... ya lo perdí.
El médico frunció el ceño con confusión.
-¿Tuvo una pérdida reciente?
-Sí. Hace semanas. Estuve internada. Me dijeron que fue espontáneo.
Hubo un momento de silencio. El doctor la miró con cuidado, como si calibrara sus próximas palabras.
-Bueno, no puedo hablar por lo que ocurrió antes. Pero lo que veo aquí... es perfectamente claro. Tiene un embarazo de casi tres meses. Hay un feto. El corazón late con fuerza.
Valentina temblaba.
El doctor giró el monitor hacia ella. Ahí, en blanco y negro, palpitaba un punto luminoso. Una vida.
-¿Podría... podría haber sido un embarazo múltiple? -se atrevió a preguntar, con la voz quebrada.
-Es posible. Si perdió uno de los embriones, y no se hizo seguimiento detallado, tal vez no lo detectaron. Sucede en embarazos gemelares. A veces el cuerpo absorbe al que no sobrevive... y el otro sigue su curso sin señales claras. No es común, pero tampoco imposible.
Valentina no supo si llorar, gritar, reír o desmayarse otra vez. Solo se quedó ahí, sentada, con las manos sobre el abdomen, sin poder articular nada.
Un segundo después, empezó a llorar.
No un llanto violento, ni desgarrador. Era un llanto de alivio y de duelo a la vez. De asombro. De amor incondicional.
Había una vida en ella. Una vida que no se había rendido.
Esa noche no pudo dormir. Se quedó sentada en el sillón junto a la ventana, abrazada a una manta y a su vientre.
Tantas cosas pasaron por su cabeza.
La traición. El abandono. El asalto. Los doctores que no dijeron nada. El papel firmado del divorcio. Las mentiras. El silencio. Todo eso dolía. Pero ya no importaba tanto.
Lo que importaba... era lo que quedó.
Ese hijo -ese pequeño milagro- era todo lo que tenía. Y lo protegería con su vida.
Había llegado el momento de vivir no por ella, sino por él.
No sabía aún cómo haría para salir adelante. Ni cómo ocultaría su identidad, ni si alguna vez podría contarle al niño la verdad. Pero sabía algo con certeza:
Nunca volvería a permitir que nadie le arrebatara lo que amaba.