Capítulo 2 Un nuevo comienzo

Los días pasaron en la aldea de Aster como una brisa suave: tranquilos, armoniosos, casi mágicos. Adelia, con el cuerpo aún adolorido pero el corazón más ligero, empezó a sentirse parte de algo que jamás creyó posible. El pueblo la recibió con recelo al principio, como era de esperarse, pero bastaron unos cuantos gestos amables y la mediación del respetado Polo para que los aldeanos abrieran sus puertas... y sus corazones.

-No te preocupes si te miran raro al principio -le dijo Polo mientras mezclaba una infusión de raíz de ortiga y pétalos de luna-. La mayoría aquí nunca ha visto a una cambiaformas, mucho menos a una con ese brillo extraño en los ojos.

Adelia se tocó el pecho. Desde que había llegado, sentía algo en su interior, como un núcleo ardiente que vibraba en sintonía con las hojas, la tierra y el cielo. Cada vez que se concentraba, podía sentir su cuerpo ligero, como si fuera capaz de flotar. A veces, objetos pequeños a su alrededor temblaban o se movían sin que ella los tocara.

-¿Qué soy exactamente? -le preguntó una noche, mientras compartían pan rústico y sopa caliente en la mesa de madera-. No me siento como antes. No soy solo una mujer lobo, ¿verdad?

Polo la observó en silencio por un momento. Luego tomó un libro viejo, encuadernado en cuero agrietado, y lo abrió en una página marcada con una flor seca.

-Eres especial, Adelia. Hay un tipo de poder ancestral, uno que ha estado perdido durante siglos. Está ligado a los elementos, a la creación misma. No sé cómo, pero creo que está dentro de ti.

Adelia sintió un escalofrío. Era como si todas las piezas sueltas de su alma intentaran alinearse. Ella, la loba rechazada, la débil, estaba hecha de una energía que desafiaba lo que conocía.

A la mañana siguiente, Polo la llevó al claro del bosque detrás de su casa. Allí, bajo un roble centenario, comenzaron las lecciones.

-Respira. Siéntelo. No pienses en controlar nada -dijo él-. Solo escucha.

Durante horas, Adelia aprendió a dejar de lado sus miedos y a escuchar el latido de la tierra. Cuando logró levitar una piedra del tamaño de su puño, rió como una niña. Polo también rió, aunque con lágrimas en los ojos.

-Nunca creí que volvería a ver esto -susurró-. Nunca creí que la magia ancestral despertaría de nuevo.

Los entrenamientos se volvieron rutina. Por la mañana ayudaba en la aldea: cargaba agua, recogía plantas medicinales, atendía a los niños que la seguían como polluelos. Por la tarde entrenaba magia con Polo. Y por la noche, escribía en un pequeño cuaderno que él le había regalado: pensamientos, sueños, dibujos de hojas, frases que no se atrevía a decir en voz alta.

Una tarde, mientras recogía flores cerca del río, escuchó pasos torpes. Era Ruan, el hijo de la panadera, que huía llorando.

-¿Qué pasa? -preguntó ella, arrodillándose a su lado.

-¡Los otros niños dicen que soy débil porque me asustan los lobos! -gritó entre sollozos.

Adelia sonrió con dulzura.

-¿Sabes qué? A mí también me dijeron que era débil por ser diferente. Pero un día descubrí que la fuerza no siempre está en los músculos ni en los rugidos. A veces está en seguir sonriendo, incluso cuando todo te duele.

El niño la miró con ojos enormes.

-¿Y tú eres fuerte ahora?

-Estoy aprendiendo a serlo -respondió, y le revolvió el cabello-. ¿Quieres ayudarme a encontrar flores para una poción especial? Se necesita valor para acercarse a las ortigas.

Y así, poco a poco, Adelia se convirtió en una figura querida. No solo por sus habilidades mágicas, sino por su calidez, su risa contagiosa, y su extraña costumbre de hablar con las flores como si fueran amigas.

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Aster era un pueblo curioso. Sus habitantes se dividían entre supersticiosos y prácticos, y entre ambos grupos se mantenía un equilibrio tan extraño como funcional. Estaba la señora Greta, por ejemplo, que aseguraba que los gnomos del jardín movían sus herramientas por las noches. O Lari, la joven granjera, que trataba a sus cabras como si fueran princesas rebeldes.

Una mañana, Polo la envió a recoger hojas de fárfara, y Adelia, sin saber cuál era exactamente esa planta, terminó siguiendo el aroma de una cabra particularmente mandona que, por alguna razón, tenía una flor pegada al lomo.

-¡Te lo juro, Polo! ¡La cabra me estaba guiando! -dijo esa tarde, agitada, con el cabello cubierto de hojas.

Polo, sin levantar la mirada de su infusión, murmuró:

-La cabra probablemente sabía más botánica que tú.

Y ambos estallaron en carcajadas.

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Pero en medio de la paz, algo comenzó a inquietarla. Pesadillas regresaban por las noches. No eran las mismas visiones del rechazo y el dolor. Eran diferentes: fuego, sombras con ojos rojos, una figura envuelta en humo que gritaba su nombre. A veces se despertaba empapada en sudor, sintiendo que algo terrible se avecinaba.

Una noche, mientras meditaba bajo el roble, una ráfaga de viento la envolvió. Cerró los ojos y sintió cómo el núcleo dentro de ella vibraba con fuerza.

-Vendrán por ti -susurró una voz que no era humana, ni exactamente real.

Abrió los ojos, pero no había nadie. Solo el susurro de las hojas.

Cuando le contó a Polo, él frunció el ceño.

-Los poderes oscuros están en movimiento. Algo grande se avecina, Adelia. Tienes que estar preparada.

Ella apretó los puños. Ya no era una loba indefensa. Ya no estaba sola.

-Lo estaré.

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En una ocasión, los aldeanos organizaron una jornada de limpieza del río. Adelia, aún adaptándose a la vida humana normal, se ofreció para ayudar. Todo iba bien... hasta que usó magia para secar sus botas mojadas y accidentalmente las incineró.

-¡Eran mis únicas botas buenas! -gritó, sosteniendo los cordones humeantes.

Una niña llamada Eli la miró fascinada.

-¿Puedes hacer eso con mi zapato viejo también?

-¡No! ¡No es magia de moda, es magia inestable! -rio Adelia, con las manos aún humeantes.

Desde entonces, los niños del pueblo comenzaron a llamarla "la dama chispa".

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A pesar de los momentos alegres, había tardes en las que Adelia caminaba sola hasta una roca alta a las afueras de la aldea. Allí observaba el horizonte. Recordaba su manada. Su madre. La ceremonia. El rechazo.

-Eres débil, Adelia -retumbaba en su memoria.

Pero entonces miraba sus manos, recordaba los niños que la seguían, los aldeanos que la saludaban con respeto, y Polo... siempre con una taza caliente en la mano y una frase sabia en los labios.

Tal vez ya no era la loba sin rango que fue expulsada. Tal vez estaba creando algo nuevo. Tal vez era libre.

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Un día, un joven herido llegó a la aldea: un viajero al que habían atacado bandidos. Adelia no dudó en intervenir. Usó hierbas, magia y su intuición. El hombre despertó tres días después, asombrado por la energía que sentía.

-¿Qué... qué eres tú? -preguntó débilmente.

Adelia lo miró, con una leve sonrisa.

-Alguien que ya no necesita la aprobación de una manada para saber que es fuerte.

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Al anochecer de su tercer mes en Aster, Polo le regaló un collar. Era simple, con una piedra color ámbar en el centro.

-No tiene magia -le dijo-. Pero lo hice cuando era joven, antes de que mi poder despertara por completo. Me recuerda que incluso lo pequeño puede tener valor.

Adelia lo recibió con reverencia. En silencio, lo ató a su cuello y se prometió que nunca más permitiría que su valor dependiera de otros.

Y así, entre clases de magia, travesuras con los niños del pueblo y conversaciones profundas bajo la luz de las estrellas, Adelia empezó a comprender que un nuevo comienzo no significa olvidar el pasado, sino usarlo como cimiento para volar.

El fuego en su interior crecía. No con ira, sino con propósito. Y aunque aún no lo sabía, ese fuego sería la chispa que cambiaría el destino del mundo.

            
            

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