Capítulo 5 Rutina

Las primeras luces del amanecer apenas se insinúan cuando cierro las cortinas gruesas. La luz del sol nunca ha sido mi aliada; me incomoda, irrita mi piel y me hace sentir vulnerable. Lo puedo tolerar, pero prefiero el suave abrazo de la penumbra, ese refugio que me permite existir sin restricciones.

Mi vida es una colección de hábitos cuidadosamente establecidos, una rutina que me brinda estabilidad en medio de mi existencia solitaria. Duermo durante la mañana, cuando el mundo está más activo. Sin embargo, el sueño no siempre me trae descanso. Las pesadillas me acechan, visiones fragmentadas de recuerdos distantes y rostros que se desvanecen antes de que pueda recordarlos por completo. Supongo que vivir tanto no es lo ideal, para el diseño del cerebro humano, por esa capacidad que tiene de almacenar más las cosas malas vividas que las buenas. Despierto con frecuencia, el corazón acelerado y una sensación de vacío que me es familiar.

Alrededor de las dos de la tarde, me levanto y comienzo mi día. Disfruto de largas duchas calientes, dejando que el agua corra por mi piel, lavando las inquietudes que los sueños han dejado. Me visto con ropa cómoda pero elegante, y un tapado largo, siempre en tonos oscuros.

Al atardecer, al terminar mi trabajo, alimento a Isis, mi gata carey, y luego cuando el sol comienza a esconderse tras los edificios y las sombras se alargan, salgo a caminar. Las calles de Buenos Aires se convierten en mis compañeras. Me pierdo entre las avenidas y callejuelas, observando la vida que palpita a mi alrededor. Las risas de los niños, el murmullo de las conversaciones, el olor a pan horneado y café que emana de las cafeterías. Es en esos momentos cuando me siento más conectada con la humanidad, aunque siempre desde la distancia.

A las seis en punto, como un ritual inquebrantable, llego a la Tienda de Café en la esquina de Charlone y Lacroze. Es un lugar modesto y acogedor, con luces cálidas y un aroma envolvente. Los baristas ya me conocen y, sin necesidad de pedir, me traen mi café negro sin azúcar. Enciendo un cigarrillo de tabaco de vainilla y me siento en la mesa de afuera, desde donde puedo observar el flujo constante de personas que transitan la calle. Imagino sus historias, creando vidas enteras a partir de pequeños gestos y miradas fugaces.

Que satisfacción encuentro en el tabaco, el café y el alcohol, esos vicios mundanos, placeres terrenales incapaces de matarme.

Después del café, continúo mi paseo. A veces visito librerías de viejo, buscando ediciones antiguas o libros olvidados en el tiempo. Otras veces, simplemente camino sin rumbo, dejando que la ciudad me sorprenda con sus rincones ocultos y su vibrante energía nocturna.

Al regresar a mi apartamento, la noche ya ha desplegado su manto sobre la ciudad. Enciendo unas velas, disfrutando de la tenue luz que proyectan sombras danzantes en las paredes. Me siento frente al ordenador y comienzo mis exploraciones en línea. Me fascinan las culturas antiguas, las civilizaciones que dejaron su huella en la historia. Investigo sobre mitologías, rituales y leyendas, alimentando mi mente con conocimientos que me hacen sentir más conectada con el mundo.

La música es otra de mis compañeras nocturnas. Suelo poner partituras clásicas o jazz suave mientras leo o investigo. También, a lo largo de mi existencia, aprendí a tocar instrumentos de mi interés como el piano, la guitarra, el violonchelo entre otros. Demasiado tiempo es necesario ocuparlo siempre en algo para mantener la cordura.

Aunque mi naturaleza me permite permanecer despierta durante la noche, a veces intento dormir un poco antes del amanecer con algún medicamento que me induzca al sueño. Sin embargo, no siempre es reparador. Las pesadillas vuelven, trayendo consigo ecos de mi pasado y temores que creía superados. Me despierto sobresaltada, sintiendo el peso de la soledad más intensamente en esos momentos.

A pesar de ello, he aprendido a aceptar mi existencia tal como es. Soy una observadora, una viajera eterna en un mundo que cambia constantemente. Mis hábitos y rutinas me brindan una estructura en la que puedo apoyarme.

Las noches silenciosas son las más peligrosas. Cuando el bullicio de la ciudad se desvanece y solo me queda el eco de mis propios pensamientos, es imposible evitar que los recuerdos se infiltren entre las grietas de mi mente. Y siempre, inevitablemente, regreso a Ana.

Han pasado décadas desde aquel entonces, pero su nombre todavía resuena con una nitidez dolorosa. La conocí en otra época, en otro mundo. Ana tenía 23 años, una joven llena de vida y sueños, con una risa que podía iluminar hasta el rincón más oscuro de mi alma. Nos encontramos por casualidad, y desde el primer momento supe que ella sería diferente.

Nuestra conexión fue inmediata y profunda. Pasábamos horas conversando, perdiéndonos en debates sobre filosofía, arte y los misterios de la existencia. Con ella, la eternidad que cargaba sobre mis hombros se volvía más ligera, casi imperceptible. Por primera vez en mucho tiempo, me permití sentir esperanza.

Sin embargo, el tiempo es cruel para aquellos como yo. Mientras los años pasaban, Ana comenzó a cambiar. Su rostro mostraba las delicadas líneas de la madurez, sus ojos reflejaban experiencias y anhelos nuevos. Aspiraciones que yo no podía compartir. Mientras ella avanzaba en la vida, yo permanecía inmutable, atrapada en una apariencia eterna.

Nunca le confesé mi verdadero ser. Temía su reacción, el miedo y el rechazo que pudieran surgir. Pensaba que al protegerla de mi oscuridad, estaba salvaguardando nuestro amor. Pero el secreto crecía entre nosotras como una sombra insalvable.

Con el tiempo, Ana empezó a notar las inconsistencias, las pequeñas mentiras que tejía para ocultar mi naturaleza. Sus preguntas se volvieron más insistentes, y mi evasión solo alimentaba su desconfianza. La distancia entre nosotras se hizo evidente. Ya no compartíamos las mismas risas ni mirábamos el futuro con la misma ilusión.

Una noche, con la voz quebrada, Ana me dijo que algo había cambiado. Que sentía que ya no me conocía, que había partes de mí a las que no tenía acceso. Intenté asegurarle que nada había cambiado, que mi amor por ella seguía intacto, pero mis palabras sonaban vacías incluso para mí.

Finalmente, me di cuenta de que aferrarme a ella solo le traería sufrimiento. Al ver cómo la desconfianza y el resentimiento se instalaban en su mirada, comprendí que lo mejor que podía hacer era alejarme. Decidí desaparecer de su vida, sin explicaciones, esperando que así pudiera encontrar la felicidad y la normalidad que merecía.

Recuerdo la última vez que la vi. Estaba sentada en nuestro café favorito, mirando por la ventana con una expresión melancólica. Quise acercarme, tocar su mano y decirle la verdad. Pero el miedo y la certeza de que nada bueno saldría de ello me detuvieron. Me di la vuelta y nunca volví.

El dolor de esa pérdida me consumió durante años, décadas. Me culpaba por no haber sido honesta, por no haber tenido el valor de enfrentar las consecuencias de mi confesión. Pero también sabía que mi existencia estaba destinada a ser solitaria. ¿Cómo podría alguien amar a un ser atrapado entre la vida y la muerte, alguien que nunca envejece mientras el resto del mundo cambia?

Desde entonces, he mantenido mi corazón bajo llave, evitando cualquier conexión que pudiera llevarme a revivir ese sufrimiento. He construido muros para protegerme, convenciéndome de que es lo mejor. La soledad se convirtió en mi compañera constante.

Val, con su presencia despierta emociones que creía enterradas. Pero el miedo persiste. Temo repetir los mismos errores, lastimarla como hice con Ana. No quiero ser esa fuerza que altera su vida, que impide su camino hacia una existencia "normal".

La normalidad... un concepto que siempre me ha resultado ajeno. Para mí, lo normal es la oscuridad, la eternidad, el permanecer al margen. Pero para ellas, para Ana, para Valeria, la normalidad es envejecer, amar y aprender de las experiencias que trae el paso del tiempo.

Me cuestiono si tengo derecho a interferir en eso. Si es egoísta de mi parte desear estar cerca de ella, sabiendo que, tarde o temprano, mi secreto podría destruir lo que sea que lleguemos a construir.

Me pregunto si Ana tuvo la vida que siempre soñó. Si logró encontrar la felicidad que yo no pude darle. Es un pensamiento que me atormenta y me consuela al mismo tiempo.

Necesito tomar una decisión. No puedo seguir entrelazando mi vida con la de Val sin enfrentar las posibilidades. Por ahora, solo puedo prometerme ser cautelosa. Valeria es alguien especial, y no quiero repetir el pasado.

                         

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