Capítulo 2 El hierro y la ceniza

El viaje comenzó al amanecer, cuando los primeros rayos del sol encendieron la silueta de los guardianes negros sobre la colina. Asha, con las manos atadas por finas cadenas de cobre, caminaba descalza detrás del carruaje del tribuno imperial. Cada paso sobre la tierra reseca parecía reclamar su decisión. Detrás de ella, las cenizas del hogar aún flotaban en el viento como polvo sagrado sin altar.

El silencio reinaba entre los demás tributos. Eran cinco: dos hombres, una mujer anciana, un niño y Asha. Nadie hablaba. Nadie lloraba. En el Imperio Ezen, incluso la desesperación debía ser silenciosa.

El paisaje se transformaba conforme avanzaban: de colinas bajas y ruinas de adobe a tierras baldías y más adelante, el rumor de una gran estructura de obsidiana que se alzaba en el horizonte como un puñal enterrado en la piel del mundo.

-¿Es eso la Fortaleza? -preguntó el niño en voz baja.

Un guardia le respondió con el reverso de la lanza, golpeando las rejas del carromato.

-Los esclavos no preguntan. Solo obedecen.

Asha no lo miró, pero escuchó su quejido leve. No era su hermano, pero algo dentro de ella se quebró como si lo fuera.

Horas más tarde, atravesaron las puertas del Imperio.

Estaban hechas de huesos calcinados, entrelazados con filamentos de hierro negro. No era una estructura ornamental: eran reales. Custodios antiguos, enemigos derrotados, traidores y profetas olvidados. Todos estaban allí. Sus nombres tallados en lenguas muertas que ardían al roce de la mirada.

Los llevaron al patio de clasificación, donde esperaban las Marcas. La esclavitud no comenzaba con los grilletes, sino con el fuego que sellaba la identidad.

Una figura se aproximó. Vestía un manto gris, sin rostro, y portaba una vara de hierro con el símbolo del Ojo de Ceniza.

-Nombre -dijo.

-Asha de Kareth -respondió el custodio sin titubear.

-Ya no es "de" ningún sitio. Aquí, será lo que la llama decida.

El hombre hundió la vara en el brasero ardiente hasta que la marca adquirió un resplandor anaranjado. Asha tragó saliva. Nadie la preparó para este momento, aunque toda su vida la empujó hacia él.

-Rodilla.

Ella se arrodilló. Extendió el brazo izquierdo sin que se lo pidieran.

El metal ardiente la tocó sobre la clavícula, con un siseo que no era solo el de la carne quemada, sino algo más profundo: como si la ceniza respondiera al contacto.

Gritó, pero no por el dolor. Fue por la visión.

Por un segundo, su mente no estaba allí. Vio un campo en llamas. Gente corriendo. Una figura alada con los ojos como brasas extendía la mano... hacia ella.

Cuando la marca se retiró, temblaba.

-¿Lo viste? -preguntó el hombre del manto, sus ojos brillaban bajo la capucha.

-¿Qué cosa?-dijo el otro.

-La llama no miente. Tú has tocado una memoria.

Pero Asha no respondió. Sus ojos estaban fijos en el símbolo humeante que ahora marcaba su piel: tres líneas entrelazadas, como raíces quemadas. Había dejado de ser hija. Había dejado de ser libre.

Ahora era una esclava de la memoria.

Días después, Asha fue asignada al Templo de la Piedra Silente, uno de los lugares más antiguos del Imperio. Su función: cuidar los corredores de ceniza, limpiar los altares y memorizar los nombres de los muertos inscritos en el mármol.

La esclavitud en el Imperio no era siempre brutal en el cuerpo. A veces, lo era en el espíritu. Cada día, debía recitar mil nombres en voz baja mientras las brasas apagadas la escuchaban.

-Memorizar es recordar, y recordar es servir -decía la Matriarca del Templo, una mujer que parecía hecha de polvo y humo.

Asha obedecía. Pero no olvidaba.

Durante las noches, soñaba con la figura alada. A veces la veía llorar ceniza. Otras veces, parecía llamarla por su nombre. Kael. A veces oía ese nombre susurrado por el fuego.

Una noche, cuando estaba sola limpiando el corredor sur, la piedra bajo sus pies se iluminó. No con luz, sino con memoria.

Una imagen emergió de las cenizas: una batalla. Guerreros de fuego. Un Custodio arrastrando una lanza hecha de palabras antiguas. Y de pronto, un rostro. Un hombre. O un joven. O una llama.

-Kael -susurró sin saber por qué.

La imagen se disipó. Pero ella quedó paralizada. No por miedo, sino por una certeza.

La ceniza la había elegido.

Una semana más tarde, la Matriarca la envió a los pozos de resonancia: cámaras circulares donde se almacenaban fragmentos de memoria antigua, capturados en rocas negras suspendidas sobre brasas. El trabajo era simple: limpiar la obsidiana con aceite de resina, sin mirar demasiado.

Pero Asha miró.

Y cuando lo hizo, vio un campo distinto. Vio una esclava parecida a ella, siglos atrás, levantándose contra sus amos. Vio llamas danzando en el cielo. Vio el nombre de una rebelión escrita en humo.

Sintió la ceniza entrarle por la piel.

-Tú no eres como las demás -dijo una voz desde la entrada.

Era él.

Alto, con armadura ceremonial de custodio menor, aunque sin símbolos. Su rostro era joven, pero sus ojos antiguos. Una cicatriz cruzaba su mejilla derecha, como si el fuego lo hubiera tocado pero no consumido.

-¿Quién eres? -preguntó Asha. Sin hablar, solo con señas.

-Solo soy un recuerdo... aún vivo -dijo él.

Y desapareció.

Esa noche, no durmió.

Sintió la marca en su clavícula vibrar, como si algo dentro de ella despertara. Supo entonces que su esclavitud no era total. Que en algún rincón de sí misma, la libertad ardía aún.

Recordó a su madre. Su voz. Sus ojos. El susurro antes de partir: "Nunca te quemes por completo."

Ahora entendía.

En el Imperio Ezen, las llamas no solo consumían cuerpos. Consumían la historia. La memoria. El alma. Pero algo había cambiado.

La ceniza había comenzado a hablarle.

Y Asha, hija de cenizas, no estaba dispuesta a callarse.

            
            

COPYRIGHT(©) 2022