Capítulo 3 La lengua de los que arden

El Templo de Cenizas no tenía cúpulas ni campanas. No buscaba tocar el cielo como las torres de los dioses muertos. No emitía sonidos sagrados ni ofrecía plegarias a viva voz. Era un santuario del silencio. Una caverna viva que respiraba humo y exhalaba historia.

Asha fue conducida por dos silenciosos Custodios de Obsidiana a través de un corredor en espiral. Cada paso que daba la alejaba del mundo que conocía. No se oían susurros ni cánticos, solo el roce de pies sobre piedra quemada y el golpeteo lejano del agua caliente cayendo sobre lo que alguna vez fue mármol.

A medida que descendían, las paredes cambiaban: ya no eran bloques tallados, sino roca viva, negra como la noche sin luna. El aire estaba cargado. No solo de calor o vapor, sino de algo más antiguo: memorias, emociones no dichas, preguntas sin respuesta.

Al llegar al vestíbulo central, Asha quedó inmóvil. No por miedo, sino por reverencia.

El Templo era un laberinto de pasajes curvos, cámaras bajas, columnas cubiertas con escritura en espiral, como ceniza que se hubiera depositado en forma de letras. Pequeños braseros flotaban en el aire, sin cuerdas ni soportes, emitiendo una llama fría, azulada, que no ardía la piel, pero penetraba la mirada.

Había otros como ella: esclavos silenciosos, todos marcados. Se movían como sombras. Lavaban los corredores, pulían la obsidiana, tejían con ceniza mezclada con cabello humano. Y nadie hablaba.

Asha comprendió al instante: aquí, la palabra era peligrosa. La voz era un arma. Y el recuerdo, un fuego que no debía ser agitado.

-Esta es tu celda -dijo uno de los Custodios. La voz era ronca, como si no hablara desde hacía años.

Ella asintió, sin decir nada.

-¿Hablas?

Asha lo miró fijamente, luego bajó los ojos y negó con la cabeza. Lenta, deliberadamente.

El otro Custodio rió apenas, sin alegría.

-Una muda más. Mejor así.

Le entregaron una túnica gris de hilo áspero y una piedra con su nuevo número tallado: 317-K. Le asignaron tres tareas: mantener la limpieza de la Sala, reordenar los cilindros de polvo ritual y ayudar en la recolección de memoria residual en la Cripta de los Sin Voz.

Asha aceptó en silencio.

Durante los primeros días, el fingimiento fue sencillo. Nadie la presiona. Nadie esperaba explicaciones de una muda. Su mutismo era como un velo invisible que la protegía. Aprendió a escuchar sin ser notada, a observar los gestos, las rutinas, los secretos.

En la Sala del Eco, descubrió que los muros no solo contenían inscripciones, sino que murmuraban. Cuando pasaba la mano por ciertas líneas, se activaban: recuerdos flotantes, pensamientos condensados, voces del pasado que aún buscaban cuerpo.

Una vez, mientras fregaba un canal lleno de ceniza líquida, escuchó la voz de una mujer gritando el nombre de su hija. "Asha", dijo. La misma entonación que su madre había usado la última vez. Su piel se erizó.

¿Era una coincidencia? ¿O estaba siendo llamada desde el otro lado del tiempo?

En la cámara de cilindros de polvo ritual, descubrió los nombres prohibidos. Cada cilindro contenía polvo de hueso y memoria sellada. Algunos llevaban etiquetas con símbolos antiguos: un ojo invertido, una lágrima de fuego, una mano atravesada por raíces.

Un día, su compañera de trabajo -una joven de rostro endurecido y lengua cortada- le pasó un cilindro y le hizo una señal: no lo abras. Asha asintió. Lo entendió. El conocimiento aquí no era liberación. Era una condena.

Por las noches, Asha dormía en una celda húmeda, compartida con otras tres esclavas que tampoco hablaban. Se comunicaban con movimientos, miradas, respiraciones. Una de ellas le enseñó un dialecto de manos. Asha memorizó cada gesto como si fuera un poema: peligro, vigía, sombra, fuego.

En la Cripta de los Sin Voz, el ambiente era aún más opresivo. Los techos eran bajos, sostenidos por pilares tallados con rostros sin boca. Allí se almacenaban los fragmentos sueltos: memorias errantes, gritos que no se disiparon, pensamientos de muertos que se negaban a descansar.

Asha llevaba una máscara de resina para no inhalar la ceniza viva. Aprendió a usar pinzas y frascos de obsidiana para capturar las esencias flotantes que aún chisporroteaba como brasas fantasmales. Cada fragmento era guardado, etiquetado y sellado. Algunos ardían, otros lloraban. Algunos gritaban sin sonido. Uno incluso reía.

Una noche, mientras trabajaba sola, uno de esos fragmentos se agitó violentamente al acercarse. Era diferente. Más denso. Más humano.

La esencia se arrojó hacia ella, atravesando la máscara. Entró por sus ojos, por su piel, por su marca ardiente.

Y entonces vio.

Una figura ardiendo desde dentro. No una persona, sino una idea encarnada. Kael.

Lo vio caminar por un campo de cristal negro. Su sombra se multiplicaba. No hablaba, pero las brasas a su alrededor formaban palabras.

"No hables. Escucha. Recuerda. No temas."

Asha cayó de rodillas. Lloró en silencio, con la boca apretada, el cuerpo temblando. Sabía que, si gritaba, alguien vendría. Si hablaba, dejaría de ser invisible. Así que no lo hizo.

Cuando se repuso, guardó el frasco y volvió a su celda. Esa noche no durmió. Ni la siguiente.

Los días se fundían entre ceniza y fuego. Empezó a notar detalles inquietantes: símbolos que solo aparecían bajo ciertas luces, ruidos que solo ella escuchaba, esencias que la seguían aunque las sellara.

Un anciano esclavo le señaló un día con un dedo tembloroso y dibujó un círculo con tres líneas dentro. Era el símbolo del Vínculo Antiguo. El mismo que su madre le había pintado en la frente con carbón la noche de su partida.

"Estás marcada para recordar", dijo el anciano. Y murió al día siguiente.

Pasaron semanas. Asha se volvió una sombra más en el templo. Pero escuchaba más que todos. Sabía cuándo llegaban los Custodios de Alto Fuego. Sabía qué esclavas murmuraban nombres prohibidos al dormir. Sabía que había una red subterránea que creía en la profecía del "Fuego que recuerda".

Un fuego vivo que podía restaurar la historia borrada del mundo.

Sabía, también, que su nombre no había sido una casualidad. Ni su marca. Ni sus visiones.

Asha, la muda, no era muda. Solo estaba esperando el momento exacto en que recordar no significa morir.

El templo la había tragado.

Pero también la había encendido.

Y ella, como el fuego, esperaba su momento para arder.

            
            

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