Capítulo 4 El Custodio de Fuego

El silencio del templo

El Templo de las Cenizas no era solo un lugar de culto: era una tumba viva. Asha lo comprendió con cada paso que daba. Las paredes, negras como la noche sin lunas, exhalaban una tristeza sin nombre. Las columnas talladas tenían formas humanoides, deformes, como si atraparan almas en gestos de súplica. Nada en ese lugar era simple arquitectura. Todo tenía intención.

La habían despertado antes del amanecer. Un golpe seco en la celda, una voz áspera le ordenó vestirse. La túnica gris claro caía sobre su cuerpo delgado como una segunda piel. Las sandalias eran de cuero endurecido, incómodas, y los pies desnudos sentían cada grieta del mármol del templo. No se le permitió desayunar. No hizo falta preguntar por qué.

Fingir ser muda ya no era solo un plan: era una necesidad. Hablar significaría explicar. Explicar significaba mentir. Y mentir ante los Custodios... era cortejar la muerte.

Mientras frotaba las urnas con el paño, Asha sintió una leve vibración en la palma. No venía de la superficie. Era algo más profundo, como si las cenizas hablaran un idioma sin palabras. En la aldea, su madre le había dicho una vez que las cenizas escuchaban los secretos. Por eso los altares nunca estaban limpios del todo: la memoria necesitaba restos.

Un estremecimiento la recorrió. Iba a levantar la mirada cuando sintió el cambio en el aire. Como si la sala hubiera inhalado con temor.

Y entonces lo vio.

Kael Thuros cruzó el umbral como si no tocara el suelo. Alto, delgado, con la túnica negra que distinguía a los Custodios de alto rango. Su cabello oscuro le caía hasta los hombros, y su rostro -grave, anguloso- parecía esculpido por viento y ceniza. Lo más extraño no era su presencia, sino el hecho de que parecía arrastrar sombras con él, como si el día se doblega a su voluntad.

Asha contuvo el aliento.

No debía mirar directamente. No debía hablar. No debía destacar.

Pero Kael se detuvo frente a ella.

-¿Nueva? -preguntó. Su voz era baja, pero poderosa. Como si no hablara con palabras, sino con intención.

Asha bajó aún más la cabeza. Hizo un gesto leve con la mano. Nada más.

-¿Muda o temerosa? -insistió. Sonaba curioso, no incrédulo. Como si observara una criatura desconocida.

El silencio era su única defensa.

Kael no se movió. No parecía decepcionado ni molesto. Solo observaba. Asha sintió que estaba siendo evaluada no por su cuerpo, sino por algo más interno. Su alma, tal vez.

Y en un gesto inesperado, Kael giró sobre sí mismo, caminó hacia la urna más alta del altar, colocó una mano sobre ella... y las cenizas brillaron.

No hay una luz fuerte. No una explosión. Solo un leve resplandor, como brasas que recordaban haber estado vivas.

-Las que callan -dijo, sin volverse- suelen llevar el fuego más antiguo.

Y se fue.

Asha sintió que su corazón había dejado de latir hasta que sus pasos desaparecieron por completo.

Fuego bajo la piel

Esa noche, Asha no pudo dormir.

La celda era estrecha, húmeda, con apenas una manta raída para cubrirse. Pero el frío que sentía no venía de las piedras: venía de dentro. Como si algo se hubiera quebrado o despertado.

Kael Thuros. El nombre seguía repitiéndose como una chispa detrás de los ojos. No había hecho nada para impresionarlo. No había pronunciado palabra. Y, sin embargo, él la había notado.

¿Qué había visto?

El temor luchaba con algo más: una punzada de curiosidad que la inquietaba. ¿Qué se siente estar cerca de alguien así todos los días? ¿Era él parte del destino que su madre había mencionado? ¿O solo un obstáculo en su camino?

A la mañana siguiente, le asignaron otra tarea. Le entregaron una caja de madera con hojas secas, un cuenco y una vela negra. El ritual era simple: encender la vela ante la sala de la Memoria Viva. Nada más. Pero todos evitaban entrar allí solos.

Nadie le explicó qué era la Memoria Viva. Pero ella lo intuía.

Mientras cruzaba el corredor, Asha escuchó una voz suave en su interior. No palabras, sino algo más instintivo. Una voz de sí misma.

Y cuando abrió las puertas dobles, ahí estaba él.

Kael. Otra vez.

De pie ante un altar de obsidiana, con un libro abierto flotando frente a él. No lo sostenía con las manos. Lo sostenía la ceniza misma, que giraba en espiral lenta alrededor del aire.

Él no la miró de inmediato. Pero ella sintió que sabía que estaba ahí.

-¿Tú otra vez?

Asha se arrodilló sin mirar, encendió la vela como le habían dicho y mantuvo la cabeza baja.

-A veces los silencios traen respuestas mejores que las palabras -dijo Kael.

Una pausa. Luego, su tono cambió.

-¿Sabes por qué los Custodios no permiten esclavos cerca de la Sala de la Memoria?

Ella no respondió. Mantuvo la respiración.

-Porque temen que recuerden.

La vela crepitó. Asha alzó la vista sin querer. Por un momento, sus ojos se cruzaron. Él no la reprendió. No la castigó. Solo la observó... y luego sonrió, apenas. Una grieta en la máscara de piedra.

Y entonces Asha sintió algo extraño. Como si una mano invisible le acariciaba la nuca. No dolor. Solo... calor.

Kael había alzado la mano. No la tocó, pero un rastro de ceniza flotó entre ellos.

-Tienes fuego, muchacha. Aunque lo niegues. Y el fuego, tarde o temprano... pide arder.

Luego cerró el libro y desapareció por el pasadizo lateral, dejando el aire cargado de ceniza.

Asha cayó de rodillas, temblando.

Lo que arde sin llamas

Esa noche, Asha soñó.

Soñó que caminaba descalza por una llanura de ceniza. Que cada paso la hundía más. Que una voz la llamaba desde debajo de la tierra, con el mismo tono que Kael.

"Recuerda."

Despertó sudando, con la manta pegada al cuerpo. En sus manos, marcas de hollín. Y no recordaba haber tocado fuego alguno.

Asha comprendía que su primer encuentro con Kael no era el final de nada, sino el inicio. Que algo la unía a ese hombre, algo más allá de la obediencia. Un lazo hecho de memoria, peligro... y una promesa que aún no entendía.

Pero la sentiría. Lo sabía. Lo sentía en la piel.

Como un fuego que no se ve, pero arde.

            
            

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