Capítulo 5 Las cenizas que recuerdan

La hora del humo

El sonido de los cuernos retumbó en los pasillos como una advertencia sorda. Tres notas graves, descendentes, marcaban el inicio de algo que los esclavos evitaban nombrar. Nadie decía "ejecución" en voz alta. Se limitaban a mirarse brevemente, con los labios sellados, y apurar el paso hacia cualquier rincón que pareciera no escuchar.

Asha barría el atrio del Ala Este cuando el sonido llegó. No tuvo que preguntar qué significaba: el cuerpo lo entendió antes que la mente. Un escalofrío le bajó por la columna, los músculos se tensaron. Alzó los ojos. Una de las sacerdotisas de rango menor, vestida con el gris opaco que denotaba obediencia, se acercó.

-Ven. Hoy serás testigo.

No hubo espacio para negarse. No hubo explicación. Asha dejó la escoba, limpió con disimulo la ceniza de sus manos y siguió a la mujer por los pasillos curvos del templo.

La llevaron al Patio de la Llama Silente.

Un espacio abierto, circular, rodeado por columnas negras talladas con inscripciones que nadie se atrevía a traducir en voz alta. En el centro, una gran losa de obsidiana pulida, como un espejo oscuro, reflejaba el cielo sin nubes.

Y sobre esa losa, un hombre de rodillas.

Tenía el torso desnudo, marcado con símbolos blancos. Su cabello estaba rapado, su mirada al frente. No lloraba. No gritaba. Estaba... quieto. Como si su alma ya hubiera partido, y su cuerpo simplemente aguardara el protocolo.

Asha fue conducida a una posición privilegiada: una escalinata pequeña, donde solo se ubicaban los Custodios en formación o los testigos designados.

El lugar olía a incienso y carbón húmedo.

Desde el umbral norte, Kael Thuros apareció.

Llevaba una máscara de ceniza: no pintada, sino tejida con las mismas partículas del ritual. Su túnica negra brillaba ligeramente, como si algo latiera bajo el tejido.

Asha contuvo el aliento.

Detrás de Kael, dos Custodios arrastraban una urna grande. Ella ya la había visto en los registros: se trataba de un Recolector de Esencia, un artefacto ancestral en el que se vertían las cenizas de los ejecutados. No como castigo, sino como legado.

Ese era el dogma del Imperio Ezen: "El alma no se pierde si se convierte en recuerdo".

El condenado bajó la cabeza. Nadie hablaba.

Kael alzó la mano, y las cenizas que danzaban en torno a su figura se ordenaron con un suspiro. Un hilo de luz rojiza recorrió su palma. No llevaba arma. No le hacía falta.

-Por voluntad del Fuego Vivo y de la Ley de la Memoria, el portador de nombre Silias Kaern entrega su alma a la custodia de las cenizas. Sus recuerdos serán preservados. Su cuerpo, devuelto al flujo.

Un gesto seco.

Y entonces ocurrió.

Kael tocó la frente del hombre con dos dedos. El cuerpo se arqueó. Un sonido gutural, como un grito contenido durante siglos, escapó de su garganta. De su espalda brotaron espirales de ceniza ardiente que no quemaban, pero sí marcaban. La piel se volvió gris. Los ojos, blancos. Y luego, nada.

El cuerpo colapsó hacia adelante, convertido en una escultura frágil hecha de ceniza.

Ni una sola partícula se dispersó.

Los Custodios colocaron el cadáver delicadamente en el Recolector, mientras un tercer sacerdote murmuraba un canto en un idioma antiguo. Entonces, una corriente de aire levantó la ceniza del cuerpo y la absorbió dentro de la urna.

Asha no pudo moverse.

No por miedo, sino por algo más profundo. Había presenciado muertes antes. La de su padre, la de vecinos enfermos. Pero esto era diferente. Aquí, la muerte no era final. Era... una transformación. Un sacrificio que preservaba algo.

Y por primera vez, entendió lo que su madre había susurrado cuando le habló de "los que recuerdan por nosotros".

La mirada tras la máscara

Cuando todos empezaron a dispersarse, Kael bajó del altar.

No se dirigió a ningún Custodio. Caminó recto hacia Asha.

Ella pensó en bajar la mirada. En fingir, como antes. Pero algo dentro de sí -tal vez un instinto o una herida recién abierta- le dijo que no lo hiciera.

Se sostuvo erguida.

Kael se detuvo frente a ella. Retiró la máscara lentamente. Sus ojos eran más oscuros de lo que recordaba. No por el color, sino por el peso.

-¿Sabes por qué te traje aquí?

Asha no respondió. Sabía que el silencio era su única defensa... y ahora también su única forma de protesta.

Kael alzó apenas la comisura de los labios. Una sonrisa fugaz, sin humor.

-No para asustarte. Aunque el miedo a veces despierta el fuego.

Sacó una pequeña esfera de cerámica y la sostuvo en el aire. Dentro, flotaba una partícula de ceniza que no caía al fondo.

-Esto es lo que queda de él. Silias Kaern. Traidor, ladrón de memoria. Pero también padre. Amante. Poeta.

La esfera brilló levemente al pronunciar esas palabras. Era como si reaccionara al recuerdo. Como si la esencia misma del ejecutado respondiera a su historia.

-Tú eres una esclava. Pero eso no impide que un día seas algo más. A menos que elijas el olvido.

Asha sintió que quería hablar. Que debía decir algo. Que si no lo hacía, perdería una parte de sí. Pero apretó los labios, luchando con la tensión en su pecho.

Kael bajó la esfera. Sus ojos se clavaron en los de ella.

-Recuerda esto, aunque no hables: no todo lo que muere, desaparece. Y no todo lo que vive... recuerda.

Y se marchó.

Asha bajó la mirada al suelo. La losa de obsidiana aún estaba tibia bajo sus pies.

Y por primera vez, no temió el fuego.

Temió olvidar.

                         

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