Cenizas que susurran
img img Cenizas que susurran img Capítulo 1 La ofrenda de ceniza
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Capítulo 6 Voces en las Cenizas img
Capítulo 7 El fuego antiguo img
Capítulo 8 El Salón de las Urnas img
Capítulo 9 La urna sellada img
Capítulo 10 El peso de las memorias img
Capítulo 11 La máscara del silencio img
Capítulo 12 El lenguaje de las cenizas img
Capítulo 13 El susurro y el hueso img
Capítulo 14 El fuego que no obedece img
Capítulo 15 El juicio del humo img
Capítulo 16 La memoria prestada img
Capítulo 17 Cenizas del Silencio img
Capítulo 18 Nombres Olvidados img
Capítulo 19 La Marca que Despierta img
Capítulo 20 La asistente silenciosa img
Capítulo 21 Cenizas que recuerdan img
Capítulo 22 Lenguas de fuego img
Capítulo 23 Lo que arde en los sueños img
Capítulo 24 Fulgor en silencio img
Capítulo 25 La Sangre de la Llama img
Capítulo 26 La Voz de las Cosas Calladas img
Capítulo 27 Cenizas de lo Prohibido img
Capítulo 28 Ojos sin llama img
Capítulo 29 La urna del padre img
Capítulo 30 La traición de Rhezan img
Capítulo 31 El gesto del custodio img
Capítulo 32 El vínculo en silencio img
Capítulo 33 El trazo oculto img
Capítulo 34 Cenizas que Cantan img
Capítulo 35 El filo de la Obediencia img
Capítulo 36 El roce que arde img
Capítulo 37 Lo que no puede controlarse img
Capítulo 38 Ante el fuego de los jueces img
Capítulo 39 Sahr'ken denuncia a Asha, pero no tiene pruebas img
Capítulo 40 Asha descubre que puede sobrevivir al fuego de la Llama Silente img
Capítulo 41 Sahr'ken convoca un juicio ritual: Asha debe tocar la Llama Silente img
Capítulo 42 Kael intenta detener el juicio, pero fracasa img
Capítulo 43 Asha sobrevive al fuego, despertando memorias de guerra antigua img
Capítulo 44 El fuego revela el linaje de Asha img
Capítulo 45 Kael la besa img
Capítulo 46 Asha lo ayuda a ocultar la grieta img
Capítulo 47 Comienzan a planear huir del templo img
Capítulo 48 Lirien aparece como una sacerdotisa extranjera img
Capítulo 49 Lirien revela que es parte de una red rebelde Aeolina img
Capítulo 50 Sahr'ken convoca una purga de esclavos img
Capítulo 51 Las Memorias Despiertan img
Capítulo 52 El templo entra en caos img
Capítulo 53 Kael lucha contra soldados que intentan matar a Asha img
Capítulo 54 Lirien ayuda a escapar a los esclavos img
Capítulo 55 Kael es herido, comienza a petrificarse desde el hombro img
Capítulo 56 Asha toca el corazón del templo en ruinas img
Capítulo 57 Visión del futuro img
Capítulo 58 El pasaje sellado img
Capítulo 59 El Juramento de Caza img
Capítulo 60 La llama que recuerda img
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Cenizas que susurran

Eva Alejandra
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Capítulo 1 La ofrenda de ceniza

El amanecer en los Altos de Nareth no traía esperanza. Traía humo.

Las montañas ardían en silencio a lo lejos, un incendio perpetuo que nadie intentaba apagar. Era el tributo al Fuego Mayor, decían. Nadie sabía cuándo había comenzado. Nadie recordaba un tiempo sin humo.

Asha se arrodilló junto al lecho de su madre, cuyos suspiros eran tan frágiles como las cenizas que el viento arrastraba por la choza. El rostro de la mujer, marchito por la fiebre y los años, seguía siendo hermoso para Asha, no por lo que mostraba, sino por lo que recordaba: una risa fuerte, unas manos que sabían curar, una voz que contaba historias junto al fuego.

-No tienes que hacerlo -susurró su madre. Sus labios apenas se movieron.

-Sí, madre. Debo. -Asha le tomó la mano, tiritante y húmeda. Le había puesto compresas toda la noche, pero el calor no bajaba. Ni las hierbas. Ni las plegarias. Nada bastaba.- Es la única forma de salvarnos. De salvarte.

Su madre quería llorar, pero no tenía lágrimas. Solo ceniza en la garganta, como todos en Nareth.

Fuera, los cuernos rituales comenzaron a sonar.

Asha se estremeció.

-Ya vienen -murmuró su madre. Cerró los ojos. El sol apenas se asomaba sobre las cumbres, pero el humo lo teñía de rojo sangre.

Se levantó con manos decididas. No era una niña. Pero tampoco había tenido tiempo de ser mujer. La pobreza en los Altos devoraba los años como las brasas devoran los leños viejos.

Tomó la túnica parda de los oferentes. No era bonita. No debía serlo. Las túnicas debían cubrir el cuerpo, borrar las formas, anular la identidad. El Fuego Mayor no tomaba individuos. Tomaba ceniza humana.

Su madre abrió los ojos con esfuerzo. Levantó una mano huesuda y en ella sostenía una trenza de cabello. Vieja. Marrón. Enlazada con hilo de cobre.

-Tu lazo de niña -dijo. Su voz era más humo que sonido.

Asha lo tomó. Lo ató a su cuello. Sintiendo una quemadura invisible. Un peso sin medida.

-No olvides quién eres. Aunque te quiten el nombre.

Asha no respondió. Besó la frente febril y salió. No había tiempo para lágrimas.

En la plaza, los aldeanos ya se reunían. Cien jóvenes, todos con la edad exacta, todos silenciosos. Hijos del hambre, del humo, del miedo.

Cada año, el Imperio enviaba a uno de sus Custodios para elegir un tributo. Un joven. O una joven. Nadie sabía para qué eran llevados. Algunos decían que eran convertidos en servidores del fuego. Otros, que eran quemados vivos como ofrendas para alimentar la llama sagrada que mantenía el mundo girando. Asha no creía en ninguna de esas historias. Creía en una sola verdad: el que se iba, nunca volvía.

Y si se ofrecía, su familia recibía pan. Hierbas. Carbón. Medicina. Por un año entero.

No era un sacrificio.

Era un trato.

Las trompetas cesaron. Una columna de fuego cruzó el cielo como una herida llameante. Y del cielo bajó la figura del Custodio.

Era alto, imponente, vestido con ropajes negros ribeteados de cobre. Su rostro cubierto por una máscara de obsidiana. Sin boca. Sin ojos. Sin alma.

Caminó sin hablar. Los ancianos del pueblo se inclinaron hasta tocar la tierra. El Custodio se detuvo frente a los jóvenes. El aire se hizo denso. La temperatura subió como si el sol hubiese descendido de golpe.

Uno por uno, los miró. O eso parecía. Aunque nadie sabía qué había tras esa máscara. Algunos decían que los Custodios ya no eran humanos. Que habían sido consumidos por la memoria del fuego.

Cuando llegó a la mitad de la fila, Asha dio un paso adelante.

-Yo me ofrezco -dijo. Su voz rompió el aire como un cuchillo. No tembló. No dudó.

El Custodio se detuvo. Lentamente, levantó una mano y la señaló.

El pueblo exhaló al unísono. Murmullos. Silencio. Suspiros.

Asha fue tomada.

No supo si fue alivio o tristeza lo que sintió. Solo caminó, siguiéndolo. Las piedras estaban calientes bajo sus pies descalzos. No se giró para mirar atrás. Si lo hacía, se rompería.

El Custodio extendió una esfera de fuego ante ella. Flotaba. Vibraba. Y sin una palabra, la empujó dentro.

Asha cruzó el umbral de fuego. No hubo dolor. Solo un destello, un zumbido profundo, y un vacío en el estómago.

Cuando volvió a abrir los ojos, ya no estaba en Nareth.

Estaba en las entrañas del Imperio.

El aire era pesado, lleno de resina y humo dulce. Estaban en una cámara subterrránea, iluminada por vetas de magma que corrían por las paredes como ríos vivos. Células de obsidiana flotaban en el aire, vibrando con un lenguaje que no comprendía.

El Custodio caminó por un puente de piedra, y ella le siguió. Su cuerpo comenzó a sudar, su corazón latió con fuerza. Pero no podía hablar. No debía preguntar.

Al final del puente, tres figuras la esperaban. Dos mujeres con rostros cubiertos por velos carmesí, y un anciano de piel quemada, cuyos ojos eran como carbones apagados.

-Esta es la oferente -dijo una de las mujeres, como leyendo un verso antiguo.

El Custodio asintió, y se retiró sin una palabra.

Asha quedó sola frente a ellos.

-Nombre -ordenó el anciano.

Ella abrió la boca, pero recordó las palabras de su madre. Y cerró los labios.

-Silencio, entonces -dijo el anciano-. Serás catalogada como "F-921".

F. De fuego. O de ofrenda. O de olvido.

Asha no protestó. No tembló. Era fuerte. Debía serlo.

Las mujeres la despojaron de su túnica. Le lavaron el cuerpo con ceniza aromática y le marcaron la espalda con un símbolo incandescente que no llegó a ver. Dolía. Pero no gritó.

Recibió un nuevo atuendo: lino oscuro, y un collar de hierro. Sin adornos. Sin alma.

Esa noche durmió en una célula de piedra. Con otras tres jóvenes. Ninguna habló. Todas temblaban.

Asha no.

Pensaba en su madre. En el pan que llegaría a la choza. En las hierbas que aliviarían la fiebre.

Pensaba que ese sufrimiento tenía sentido.

Afuera, la llama eterna ardía en lo alto del Templo del Recuerdo.

Y Asha, la hija de humo, empezaba a entender lo que significaba ser memoria viva.

            
            

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