Cuando el Honor Destruye una Vida
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Capítulo 2

Abrí los ojos.

La luz del sol entraba por mi ventana, la misma luz de aquella mañana. El olor a bizcocho recién hecho subía desde la pastelería. Estaba en mi cama.

Me toqué el vientre. Mi bebé seguía ahí.

Un sudor frío recorrió mi espalda. No fue un sueño. Fue real. Lo sentí. El encierro, el dolor, la muerte.

Miré el reloj. Las nueve. En una hora, Javier vendría a buscarme para ir a la clínica.

El pánico amenazó con paralizarme, pero lo aparté. Tenía una segunda oportunidad. No iba a desperdiciarla.

Me vestí a toda prisa, bajé las escaleras y encontré a mis padres en la cocina de la pastelería. Mi madre tarareaba mientras glaseaba unos cruasanes. Mi padre leía el periódico, el ceño fruncido por alguna noticia.

Se veían tan normales, tan cariñosos. La imagen de sus rostros deformados por el odio en la clínica era una pesadilla vívida.

"Buenos días, cariño. ¿Has dormido bien?", preguntó mi madre con una sonrisa.

"Voy a adelantarme a la clínica, tengo que hacer un recado antes", mentí, intentando que mi voz sonara firme.

Mi padre levantó la vista del periódico. "¿Sola? Espera a Javier."

"No, no. Es algo rápido. Nos vemos allí."

Salí antes de que pudieran protestar. Necesitaba ese informe. Tenía que saber qué contenía antes que nadie.

Llegué a la clínica y di mi nombre en recepción. La enfermera me entregó el sobre sellado. Mis manos temblaban tanto que apenas podía sostenerlo.

Me encerré en el baño y lo abrí. Leí cada línea, cada término médico que no entendía. Busqué cualquier cosa, una palabra, un número, que pudiera justificar el horror.

No encontré nada.

El informe decía lo mismo que el médico: feto sano, sin anomalías genéticas detectables.

Guardé el informe en mi bolso, confundida pero decidida a no dejar que Javier lo viera. Cuando salí del baño, él estaba allí, esperándome. Su sonrisa era la del hombre que yo amaba, no la del monstruo de mi recuerdo.

"Cariño, ¿por qué te has adelantado? Te habría traído."

"Quería dar un paseo", improvisé.

"Bueno, ya que estamos aquí, dame los resultados. Estoy deseando verlos."

Mi corazón se aceleró. "El médico quiere hablar con nosotros primero. Esperemos."

Su expresión se ensombreció un poco. "Está bien."

Mientras esperábamos, fingí tener que ir al baño de nuevo. "Se me ha olvidado el móvil en el bolso, ¿me lo acercas?"

Cuando me lo dio, aproveché para esconder el sobre bajo mi jersey, pegado a mi espalda. Volví a mi asiento, el papel arrugándose contra mi piel.

Pero subestimé a Javier.

"Amor, pareces tensa. ¿Te duele la espalda? Déjame que te dé un masaje."

Antes de que pudiera reaccionar, sus manos ya estaban en mis hombros, bajando por mi espalda. Sentí cómo sus dedos se detenían al tocar el sobre.

Su cuerpo se tensó.

Retiró la mano lentamente, y vi cómo robaba el informe de mi bolso, que había dejado a mi lado. Lo hizo con una destreza que me heló la sangre. Había ido a mi bolso mientras me distraía.

Se levantó, se alejó unos pasos y leyó el informe.

La historia se repitió.

Su rostro palideció. Sus manos temblaron. Sus ojos se llenaron de ese mismo horror incomprensible.

Se giró hacia mí. "Sofía, tenemos que hablar."

"No", dije, poniéndome de pie. "No voy a hablar contigo."

"Escúchame, es importante."

"¡No! ¡Sé lo que vas a decir!"

Mis padres entraron en ese momento, sonrientes, ajenos a la tormenta que se estaba desatando.

"¿Qué pasa aquí? ¿Por qué gritáis?", preguntó mi padre.

Javier, sin apartar la vista de mí, le tendió el informe. Mi padre lo cogió, confundido.

Esta vez, no iba a dejar que pasara.

"¡Ayuda!", grité con todas mis fuerzas. "¡Socorro! ¡Mi marido y mi familia quieren obligarme a abortar!"

Mi grito resonó en la sala de espera. Todo el mundo se giró a mirarnos. Las enfermeras salieron de sus consultas.

"¡Mi bebé está sano! ¡El médico lo ha dicho! ¡Quieren matarlo!"

Javier intentó taparme la boca. "¡Cállate, Sofía! ¡No sabes lo que dices!"

Lo empujé. "¡No me toques! ¡Asesino!"

Mi padre, al leer el informe, dejó caer el papel al suelo. Su rostro era un poema de furia y vergüenza. Se abalanzó sobre mí.

"¡Vas a cerrar esa boca, desgraciada!"

Pero esta vez, la gente intervino. Dos hombres lo sujetaron. Una enfermera se interpuso entre nosotros.

"¡Llamen a la Guardia Civil!", gritó alguien.

El caos era total. Mi madre lloraba en un rincón, llamándome "hija ingrata". Javier estaba paralizado, superado por la situación.

En medio del tumulto, vi a una mujer observando la escena con una intensidad particular. No era una paciente. Sostenía un móvil, grabando. Nuestros ojos se cruzaron por un segundo.

Poco después, dos agentes de la Guardia Civil entraron en la clínica. La calma forzada que impusieron fue un bálsamo para mis nervios.

"¿Qué está ocurriendo aquí?", preguntó uno de ellos con voz autoritaria.

Señalé a mi familia. "Ellos. Quieren obligarme a matar a mi hijo."

            
            

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