"Yo tampoco", mentí. "Pero la respuesta está ahí."
Cogí los papeles. Esta vez los miré con otros ojos, no buscando una enfermedad, sino una verdad oculta. Me obligué a leer cada sección, cada código, cada anotación.
Y entonces lo vi.
No era una sección médica evidente. Era una tabla de compatibilidad genética, un anexo técnico que en mi primera lectura había pasado por alto, asumiendo que era jerga incomprensible. Pero el abuelo de Javier era genetista. Javier sabía leer esto. Mis padres, al verlo, también lo entendieron.
La tabla comparaba marcadores genéticos del feto con los míos y con los de Javier, que había dado una muestra de sangre.
Junto a mi nombre, ponía: "Compatibilidad materna confirmada".
Junto al de Javier, una frase demoledora: "Exclusión de paternidad. 0% de probabilidad".
El aire se me escapó de los pulmones. Javier no era el padre.
Pero eso no era lo peor. El informe continuaba, analizando el perfil genético del padre biológico a partir de los datos del feto. Y la última línea me destrozó.
"Perfil genético paterno muestra alta compatibilidad con la línea familiar de la madre (línea paterna). Se recomienda análisis de parentesco extendido."
Línea familiar paterna.
Mi mente, como una presa rota, se inundó con un recuerdo reprimido, una noche borrosa durante las fiestas del pueblo, hacía cuatro meses.
Mi tío Ricardo. El hermano menor de mi padre, la oveja negra de la familia. Se fue del pueblo hace años tras un escándalo de deudas y peleas. Nadie lo había visto desde entonces.
Pero esa noche apareció. Me lo encontré en la pastelería, ya cerrada. Dijo que quería hacer las paces con mi padre. Estaba carismático, sonriente. Me ofreció una copa de vino para celebrar su regreso.
Recuerdo sentirme extrañamente mareada, mis párpados pesados. Recuerdo su rostro acercándose al mío, su aliento a alcohol. Recuerdo un dolor sordo y una sensación de impotencia absoluta.
A la mañana siguiente, me desperté en mi cama con una resaca terrible y lagunas en la memoria. Lo atribuí al estrés de las fiestas. Nunca se lo conté a nadie.
El bebé no era de Javier. Era de Ricardo. Mi tío.
El hijo que llevaba en mi vientre era fruto del incesto.
Ahora todo encajaba. La reacción de Javier, el horror en sus ojos. La furia de mi padre, el devoto católico, al descubrir que su hija llevaba en el vientre al hijo de su despreciable hermano. Su grito de "demonio" no era por una enfermedad, era por la sangre que llevaba. La insistencia de mi madre en "purificarme".
No querían proteger mi salud. Querían proteger el honor de la familia. Querían borrar la mancha, la vergüenza, el pecado.
Levanté la vista. La agente me miraba con preocupación.
"¿Se encuentra bien? Está usted pálida como la cera."
Asentí, mi mente trabajando a una velocidad vertiginosa. Ahora sabía la verdad. Y sabía que no podía confiar en nadie.
"Sí, estoy bien", dije, mi voz sorprendentemente calmada. "He cometido un error. Ha sido un malentendido. El estrés del embarazo... he reaccionado de forma exagerada."
La agente frunció el ceño. "¿Un malentendido? Su padre intentó agredirla."
"Él es muy protector. Se asustó al ver el informe, pensó que había algo malo. Yo también me asusté. Lo siento mucho, de verdad. Quiero retirar la denuncia. Solo quiero irme a casa con mi familia."
Mi cambio de actitud los desconcertó a todos, tal y como esperaba. Mis padres y Javier fueron llamados a la sala. Me miraron con una mezcla de alivio y sospecha.
Abracé a mi madre. "Mamá, lo siento. Perdonadme."
Mi padre seguía rígido, pero la furia había sido reemplazada por una fría determinación. "Vámonos a casa. Allí hablaremos."
Sabía que no podía volver a esa casa. Era una trampa mortal. Pero tenía que hacerles creer que me había sometido.
"Sí, papá. Haré lo que digáis. Programaremos... la intervención."
La palabra "aborto" se me atascó en la garganta.
Al salir de la comisaría, vi de nuevo a la mujer del móvil. Estaba hablando con uno de los agentes. Cuando nos vio salir, su mirada se posó en mí. Era una mirada inteligente, inquisitiva.
Era mi única esperanza.