Nuestras sesiones de estudio se convirtieron en una rutina.
Nos sentábamos en la biblioteca, rodeados de libros. Mateo era un profesor excelente, paciente y claro.
Me explicó los secretos de la formulación orgánica, me prestó sus apuntes impecables y me consiguió exámenes de años anteriores que solo circulaban entre la élite.
Mis notas empezaron a subir de forma espectacular.
Pasé de la mitad de la tabla a estar entre los cinco primeros.
Los profesores me felicitaban. Los mismos chicos que antes se burlaban de mí ahora me miraban con una mezcla de sorpresa y respeto.
Sofía, por supuesto, me odiaba más que nunca.
Cada vez que me veía con Mateo, sus ojos lanzaban chispas.
Yo jugaba mi papel a la perfección.
Le hacía preguntas con admiración, sonreía cuando él explicaba algo complejo, dejaba que mi mano rozara la suya "accidentalmente" sobre un libro.
Pequeños gestos.
Pequeñas semillas de duda que plantaba en su mente.
Empecé a notar cambios en él.
A veces, se quedaba mirándome cuando creía que yo no me daba cuenta.
Otras veces, su explicación se desviaba de la química para preguntarme sobre mi vida, sobre mi padre, sobre mis sueños.
Le contaba historias a medias, verdades envueltas en una capa de vulnerabilidad calculada.
Le hablé de la dureza del campo, del olor de los olivos después de la lluvia, del peso de ser la única esperanza de mi padre.
Vi cómo su fachada de chico popular y despreocupado empezaba a agrietarse.
Detrás del heredero de las bodegas, había un chico que se sentía presionado por las expectativas de su familia, un chico que anhelaba algo real.
Y yo le estaba dando una versión perfecta de esa realidad.
Él creía que me estaba conquistando, pero era yo quien lo estaba atrayendo a mi red.