Cualquiera que la tocara, que la hiciera derramar una sola lágrima, pagaba un precio terrible.
Era una ley no escrita, pero todos en nuestro círculo la conocían.
Y todos la temían.
Tocar a Sofía era provocar al Halcón.
Sofía Rivas era mi hermanastra.
La hija de la mujer que mi padre metió en casa apenas un mes después de enterrar a mi madre.
Sofía, con su cara de ángel y su alma de serpiente.
La misma Sofía a la que Alejandro Gallardo protegía con una devoción enfermiza.
Este hecho convertía mi vida en un campo de minas.
Cada palabra, cada mirada, podía ser mi sentencia.
El conflicto estalló por un abanico.
No era cualquier abanico. Era el último regalo de mi madre, la gran bailaora Elena Vargas.
Sofía lo encontró en mi cuarto.
Y lo partió en dos.
Mi respuesta fue rápida y pública. En una cena familiar, la llamé ladrona y mentirosa delante de todos. La humillé.
Al día siguiente, dos hombres me metieron en un coche.
Me llevaron a un cortijo abandonado, un lugar que olía a polvo y a olvido.
Siguieron órdenes. Con una fusta, me destrozaron los tobillos y las muñecas.
Mi futuro como bailaora se rompió junto con mis huesos.
Mientras el dolor me consumía, busqué con la mirada al único hombre en el que confiaba.
Mi guardaespaldas. Un hombre silencioso y duro que había contratado para protegerme.
Lo llamé.
"¡Ayúdame!"
Uno de los secuestradores se giró hacia él.
"Señorito Alejandro, ¿qué hacemos con ella ahora?"
En ese instante, el mundo se detuvo.
Mi protector. Mi verdugo.
La esperanza se convirtió en ceniza.
Y decidí morir. Mi única rebelión era rendirme.
Fue entonces, al ver mi rendición, cuando Alejandro, "El Halcón", comenzó a quebrarse.
La historia de cómo lo contraté es irónica.
Empezó hace tres meses.
Mi padre y mi hermano, Mateo, se habían puesto completamente del lado de Sofía y su madre.
Me sentía una extraña en mi propia casa, amenazada.
Necesitaba protección.
Necesitaba a alguien leal.
Vi a Alejandro por primera vez en una pelea callejera en Sevilla.
Estaba rodeado por tres hombres.
No parecía asustado, solo cansado.
Su cuerpo era una máquina de pelear, delgado pero lleno de una fuerza contenida.
Tenía el pelo negro y los ojos oscuros, casi vacíos.
Había una cicatriz casi invisible en su ceja.
Me atrajo su soledad, su aura de peligro controlado.
Era como yo, un lobo solitario en un mundo hostil.
Los tres hombres cayeron.
Alejandro se quedó allí, respirando con dificultad, apoyado contra una pared.
Me acerqué.
"Peleas bien."
Él solo me miró, sin responder.
"Necesito un guardaespaldas. Te pagaré el triple de lo que ganes ahora."
Le ofrecí un contrato, una salida.
Y él, sin saber quién era yo realmente, vio una oportunidad.
Una oportunidad para acercarse a la casa donde vivía Sofía.
Él no dijo nada.
Solo asintió una vez.
Un gesto seco, definitivo.
Aceptó el trabajo, convirtiéndose en mi sombra.
Mi chófer, mi protector.
El hombre que yo creía que me guardaría las espaldas.
Mientras él solo guardaba las de Sofía.
Yo intenté acercarme.
Le hablaba de mi madre, de mi sueño de ganar el Concurso Nacional de Arte Flamenco con su coreografía.
Le contaba cómo odiaba a mi madrastra, cómo sentía que ella había matado a mi madre con su constante acoso.
Buscaba un hermano, un aliado.
Creía que en su silencio había comprensión.
Qué estúpida fui.
Él era como un gato salvaje que había recogido de la calle.
Le daba comida, un techo, un sueldo generoso.
Pero nunca pude tocarlo.
Siempre mantenía una distancia, un muro de frialdad a su alrededor.
Sus ojos me seguían a todas partes, pero no me veían a mí.
Veían a través de mí, buscando a Sofía.
Al final, me rendí.
Dejé de intentar buscar su afecto.
Me conformaba con su protección.
Pensaba que, mientras me mantuviera a salvo físicamente, podría soportar la soledad.
Era un pacto silencioso.
Él era mi escudo.
Yo era su tapadera.
El punto de inflexión fue una gala benéfica.
Sofía apareció con un vestido deslumbrante, actuando como la anfitriona perfecta.
Alejandro, que debía estar a mi lado, no le quitaba los ojos de encima.
Vi en su mirada algo que nunca me había dedicado a mí.
Admiración. Devoción.
En ese momento, supe que algo iba a salir terriblemente mal.
Se había enamorado de la mujer que yo más despreciaba en el mundo.
Mi infierno personal estaba a punto de empezar.
Los ataques comenzaron poco a poco.
Primero, fue mi coche. Después de la humillación del abanico, Alejandro saboteó los frenos.
Tuve un "accidente".
Nada grave, solo unas muñecas lesionadas que me impidieron tocar la guitarra durante semanas.
Él mismo me llevó al hospital, con una expresión de fría preocupación.
Nadie sospechó.
Luego, el incidente en la fiesta.
Una amiga mía, borracha y leal, ridiculizó a Sofía delante de todos.
Al día siguiente, mi amiga desapareció.
La encontraron dos días después, encerrada en la bodega de la finca de los Gallardo.
Aterrorizada, temblando.
Tenía claustrofobia.
Alejandro sabía de su miedo. Fue un castigo calculado.
La gente empezó a hablar.
"El Halcón Gallardo está obsesionado con Sofía Rivas."
"Pobre chica, tan dulce y frágil, y con una hermanastra tan terrible."
"Dicen que Alejandro Gallardo haría cualquier cosa por ella."
Sofía se convirtió en una santa intocable.
Y yo, en la bruja malvada.
Mis pocos amigos empezaron a alejarse.
Me llamaban.
"Isa, ten cuidado. No te metas con Sofía."
"Ese hombre, Alejandro, es peligroso. Te destruirá."
Me quedé sola.
Completamente sola, con mi enemigo durmiendo bajo mi mismo techo, conduciendo mi coche, comiendo de mi plato.
El golpe final fue la partitura.
La coreografía inédita de mi madre. Mi legado, mi única razón para seguir luchando.
Sofía la encontró.
Y la quemó delante de mí.
"Esto es basura, como tu madre", dijo, con una sonrisa dulce.
Perdí el control.
La ataqué. Le arañé la cara, le arranqué un mechón de pelo.
Grité todo el odio que había guardado durante años.
Fue una catarsis momentánea.
Y mi sentencia de muerte.
Al día siguiente, los hombres de Alejandro vinieron a por mí.
No me llevaron a un hospital.
Me llevaron a ese cortijo abandonado.
Me ataron a una silla.
Y con una fusta de cuero, golpearon mis tobillos y mis muñecas.
Una y otra vez.
Metódicamente.
Hasta que oí el crujido de mis huesos.
El dolor era tan intenso que me desmayé.
Cuando desperté, estaba en el suelo.
Un charco de sangre y lágrimas a mi alrededor.
Oí a los hombres hablar.
"El Señorito Alejandro dijo que le diéramos una lección que no olvidara nunca."
"¿Crees que volverá a bailar?"
"Con los tobillos así, no volverá a caminar bien en su vida."
La verdad me golpeó con la fuerza de un tren.
Alejandro.
Mi guardaespaldas.
El hombre que yo había contratado para protegerme.
Era él.
Siempre había sido él.
Me dejaron un teléfono a mi lado.
Un teléfono barato, de prepago.
"Si quieres que te recojamos, llama al Señorito. Pídele perdón. Quizás se apiade de ti."
Era una humillación más.
Una forma de restregarme en la cara que mi vida dependía de su capricho.
De que suplicara al hombre que me había destrozado.
Miré el teléfono.
La pantalla brillaba en la oscuridad del cortijo.
Mis dedos estaban rotos, hinchados.
Aun así, podría haberlo cogido.
Podría haber marcado.
Pero no lo hice.
Mis captores esperaban fuera, fumando, esperando mi llamada de rendición.
Esperaron en vano.
Me quedé allí, en el suelo frío y sucio.
Pensé en mi madre. En su baile. En su fuerza.
Pensé en mi padre y en mi hermano, los traidores.
Pensé en Sofía, la usurpadora.
Y pensé en Alejandro. El monstruo que había acogido en mi casa.
El hombre al que, en un rincón oscuro de mi corazón, había empezado a ver como algo más que un empleado.
Toda la esperanza se secó dentro de mí.
No quedaba nada.
Solo un vacío inmenso.
Y la certeza de que mi única salida era la muerte.