No sé cuánto tiempo pasó.
Horas, o quizás un día.
El dolor era una niebla constante.
De repente, la puerta del cortijo se abrió de golpe.
La luz del sol me cegó.
Pensé que eran mis captores, volviendo para acabar el trabajo.
Pero no lo eran.
Alejandro irrumpió en la habitación como una tormenta.
Se detuvo en seco al verme.
Su cara, siempre una máscara de hielo, se rompió.
Vi el horror en sus ojos.
Se arrodilló a mi lado, sus manos temblando mientras rozaban mis tobillos destrozados.
"Dios mío, Isabela... ¿Qué te han hecho?"
Su voz estaba rota.
"Vete", susurré.
Me miró, confundido.
"¿Qué?"
"Tus lágrimas de cocodrilo no funcionan conmigo, Alejandro."
Una risa seca, rota, escapó de mis labios.
"¿Disfrutas de tu obra?"
Él me miró con una angustia tan real que casi me engañó.
"¡Yo no ordené esto! ¡Les dije que te asustaran, no que te lisiaran!"
"Vive, Isabela, por favor, vive", suplicó, y por primera vez, vi lágrimas de verdad en sus ojos.
Sobreviví.
Me llevaron a un hospital privado, el mejor de España.
Alejandro no se separó de mi lado.
Día y noche, estaba allí, sentado en una silla junto a mi cama.
No comía, no dormía.
Solo me miraba, con una expresión de agonía y culpa.
Su rostro se afiló, aparecieron ojeras oscuras bajo sus ojos.
Parecía un fantasma.
No dejaba de preguntar, una y otra vez, como un disco rayado.
"¿Por qué no me llamaste?"
"El teléfono estaba a tu lado. ¿Por qué no pediste ayuda?"
"¿Preferías morir antes que llamarme?"
Yo permanecía en silencio.
No le daba la satisfacción de una respuesta.
Mi silencio era mi nueva arma.
Un día, mientras una enfermera me cambiaba las vendas, señalé con la barbilla el teléfono barato que Alejandro había traído del cortijo y puesto en mi mesilla de noche.
Él siguió mi mirada, confundido.
Luego, pareció entender.
Cogió el teléfono.
Lo examinó.
Intentó encenderlo.
No funcionaba. La batería estaba muerta. O quizás nunca la tuvo.
Entonces, lo abrió.
Sus dedos se detuvieron.
Dentro, donde debería estar la tarjeta SIM, no había nada.
Solo un trozo de papel doblado.
Lo sacó. Lo desdobló.
"Pide perdón, perra."
La caligrafía era de uno de sus hombres.
Alejandro se quedó blanco.
El teléfono cayó de sus manos.
"¿Qué... qué es esto?", tartamudeó.
Hablé por primera vez en días.
Mi voz era un graznido ronco.
"Era para ti. Para que supieras que no podía llamar aunque hubiera querido."
Me miró, el horror creciendo en su cara.
"Me dejaron un mensaje. Un regalo. De tu parte."
Le conté, con una calma espeluznante, cómo sus hombres se habían reído.
Cómo me habían dicho que el "Señorito" quería que suplicara.
Cómo me habían dejado el teléfono como una última burla.
"Querían que me sintiera completamente indefensa. Y lo consiguieron."
Alejandro se dobló por la mitad, como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago.
El sonido que hizo fue algo entre un sollozo y un vómito.
Se tapó la cara con las manos.
Su cuerpo se sacudía con espasmos de culpa, rabia, dolor.
Una mezcla tóxica de emociones que no podía controlar.
Yo lo miré, impasible.
Una pequeña y amarga sonrisa se dibujó en mis labios.
"¿Te duele, Halcón?", pensé.
"Bien. Ahora sabes una milésima parte de lo que yo siento."
Cerré los ojos.
No quería ver su arrepentimiento.
Era demasiado poco, demasiado tarde.
Su dolor no me devolvía mis tobillos.
No borraba la humillación.
No me devolvía mi futuro.
No quería su compasión.
Solo quería que desapareciera.