De la cabina descendió mi abuelo, Don Alejandro, con su porte imponente y su pelo canoso peinado hacia atrás. Llevaba un abrigo caro que la lluvia apenas se atrevía a mojar. Su presencia llenó el aire de una autoridad silenciosa.
Mis compañeros se quedaron mudos, intimidados por aquella muestra de poder y riqueza. Mateo y Valeria parecían especialmente pequeños e insignificantes a su lado.
Mi abuelo me abrazó. "Gracias a Dios que estás bien". Luego miró al resto del grupo con una expresión seria. "Subid, no hay tiempo que perder".
Pero entonces, lancé la siguiente parte de mi plan.
"Abuelo, hay un problema", dije, con el tono más inocente que pude fingir. "El helicóptero es más pequeño de lo que pensaba. Con el piloto y contigo, no cabemos todos".
El piloto asintió gravemente. "Lo siento, señorita. Con el señor a bordo, solo quedan cuatro plazas para pasajeros".
Éramos seis estudiantes, además de mí. Hacía falta dejar a dos personas atrás.
El pánico se desató de nuevo, esta vez con un matiz de desesperación.
"No os preocupéis", dije rápidamente, dirigiéndome a Lucía y a los otros compañeros. "Yo cubriré los gastos para que os quedéis en el parador del pueblo y os llevaré mañana en coche a la segunda convocatoria del examen. Mi familia se encargará de todo".
Luego, me volví hacia Mateo y Valeria, mi voz adquiriendo un tono de falsa lástima.
"Lo siento, chicos. Mi abuelo dice que solo puede pagar un asiento extra para vosotros dos. Tendréis que decidir quién de los dos viene y quién se queda".
Les lancé el dilema, la prueba definitiva. La manzana de la discordia.
Mateo y Valeria se miraron. Por un instante, vi la duda en los ojos de Mateo. Pero Valeria no dudó ni un segundo.
Señaló a Mateo con el dedo, su voz chillona y llena de desprecio.
"¡Que se quede él! ¡Es un fracasado! Aunque haga el examen, no va a sacar nota para nada. ¡Yo sí tengo futuro! ¡Yo necesito ese asiento!".
La traición fue tan rápida, tan brutal, que dejó a todos sin aliento.
El rostro de Mateo se descompuso. La incredulidad dio paso a un dolor profundo, y luego, a una furia ciega. El chico por el que había sacrificado su futuro, su "pura" e "indefensa" amiga de la infancia, lo acababa de vender por un asiento en un helicóptero.
"¿Qué... has dicho?", siseó Mateo.
"¡He dicho que eres un inútil!", gritó ella. "¡Siempre lo has sido! ¡Solo sirves para hacerme favores!".
Esa fue la gota que colmó el vaso. Mateo se abalanzó sobre ella, gritando, empujándola contra el barro. Empezaron a pelear como animales, revolcándose en el lodo, arrancándose el pelo, gritándose insultos que revelaban años de resentimiento y toxicidad.
Observé la escena con una calma glacial. Mi plan funcionaba a la perfección.