Salí de esa casa sintiendo que me faltaba el aire. La humillación era un nudo en mi garganta.
Lo peor vino al día siguiente. Mis padres me llamaron. La madre de Máximo se les había adelantado.
"Hija, ¿qué ha pasado? Nos ha llamado la madre de Máximo. Dice que está muy preocupada por ti", empezó mi madre con voz cautelosa.
"Mamá, no he hecho nada. El dinero no estaba".
"Lina, por favor", intervino mi padre. "Esa gente es de otra clase. Nos han hecho un gran favor. Si has gastado el dinero en un capricho, admítelo. No crees más problemas. No queremos quedar mal con ellos".
"¿Crear problemas? ¿Quedar mal?", no podía creer lo que oía. "¿De verdad pensáis que he sido yo?"
"No decimos eso, hija", dijo mi madre, "pero eres impulsiva. Y nunca has manejado tanto dinero. Es fácil perder el control".
Me colgaron pidiéndome que "reflexionara" y pidiera disculpas. Sentí una soledad inmensa. Ni siquiera mis propios padres confiaban en mí. Todos estaban deslumbrados por el apellido Castillo y su supuesto dinero.
Llamé a Sylvia, desesperada.
"Sylvia, me están volviendo loca. Todos piensan que me lo he gastado".
"Lina, escúchame", su voz era la única cuerda a la que podía aferrarme. "Respira. Esto es una trampa. Sabían perfectamente que el dinero no estaba ahí. Quieren humillarte, ponerte a prueba o directamente joderte la vida antes de empezar".
"¿Pero por qué?"
"Porque eres una repostera de un barrio obrero y te vas a casar con su niño de oro. Su madre es una clasista. Y Máximo es un cobarde que le sigue el juego. Necesitamos pruebas, Lina. No podemos ir de frente sin nada".
Sylvia tenía razón. La confrontación directa solo me había servido para que me trataran de loca. Tenía que ser más lista que ellos.
"¿Qué hago?", le pregunté.
"Vamos a tenderles una trampa. Una pequeña prueba. Algo que nos confirme quién de los dos es el culpable. O si ambos lo son".
La idea me dio un escalofrío, pero también una extraña sensación de poder. Se acabó la Lina ingenua. Si querían jugar, íbamos a jugar.