La última vez, yo había sonreído, la había abrazado y le había dicho que estaba orgullosa, que era la mejor ingeniera de minas de todo México, que su padre estaría feliz de verla seguir sus pasos. Esa misma noche, el cártel que controlaba esa mina ilegal la silenció para siempre, igual que a su padre. Su cuerpo, brutalmente asesinado, fue un mensaje para cualquiera que se atreviera a husmear.
Pero este no era el recuerdo. El café en mi taza seguía caliente. El sol de la mañana entraba por la misma ventana. El calendario en la pared marcaba la misma fecha.
No era un recuerdo. Estaba sucediendo otra vez.
Una ola de frío me recorrió la espalda, un terror tan profundo que me paralizó. Era una segunda oportunidad, un milagro retorcido nacido de la pesadilla más oscura. Podía salvarla. Tenía que salvarla.
Mi hija entró en la cocina, su rostro iluminado con la misma alegría devastadora de la última vez. Llevaba el mismo vestido amarillo.
-Mamá, ¡tengo noticias increíbles!
Su voz era música y veneno.
-¡Me acaban de llamar de la compañía! ¡El proyecto de la mina de San Lorenzo es mío!
Ahí estaba. El principio del fin. La campana que anunciaba la tragedia. Antes de que pudiera responder, el teléfono de la casa sonó. Camila contestó, su voz vibrante de emoción mientras le contaba la noticia a su tía Elena, mi hermana.
Observé su rostro, buscando cualquier señal, cualquier sombra. Pero solo había orgullo y alegría.
-¡Sí, tía! ¡Es increíble! Voy a ir a investigar la zona la semana que viene. Por fin podré ver el lugar donde papá trabajó tanto.
Mi estómago se revolvió. La última vez, la alegría de Elena por teléfono me pareció genuina. Hoy, su voz a través del auricular sonaba extraña, con un filo que no noté antes.
-¿Estás segura, Cami? ¿No es peligroso? -dijo Elena, pero sus palabras carecían de verdadera preocupación. Sonaban a una formalidad, a un guion.
-No te preocupes, tía, la compañía se encarga de la seguridad.
Colgó el teléfono y se giró hacia mí, su sonrisa vaciló al ver mi expresión.
-Mamá, ¿qué pasa? ¿No estás feliz por mí?
-No vayas, Camila -dije, mi voz apenas un susurro ronco.
-¿Qué? ¿Por qué? Es la oportunidad de mi vida.
-Es peligroso. Ese lugar...
No podía decirle "ahí es donde te van a matar". Me tomaría por loca. Tenía que encontrar otra manera.
Mientras discutíamos, mi hermana Elena y su esposo Javier entraron sin tocar, como siempre. Traían pan dulce, sonriendo.
-¡Felicidades, sobrina! -exclamó Elena, abrazando a Camila-. ¡Qué orgullo!
Pero sus ojos me buscaron a mí, y en ellos vi un destello de triunfo. Javier, siempre silencioso y observador, se paró detrás de ella, con las manos en los bolsillos.
-Tu mamá no parece muy contenta -dijo Javier, su voz plana.
-Está preocupada, es todo -respondió Camila, tratando de aligerar el ambiente.
Entonces Elena hizo algo que congeló la sangre en mis venas. Sacó su celular y, mientras fingía buscar algo, le dijo a Javier en voz alta y clara, como para que no hubiera duda:
-Deberíamos organizar una cena para celebrar antes de que Cami se vaya a San Lorenzo la próxima semana. Deberíamos invitar a todos, para que sepan del gran logro de nuestra ingeniera.
Estaba anunciándolo. Estaba filtrando la información a propósito. ¿Pero a quién? ¿Por qué?
Un pánico ciego se apoderó de mí. Me lancé hacia ella, intentando arrebatarle el teléfono.
-¿Qué haces? ¿A quién le estás diciendo? ¡No puedes!
-¡Sofía, por Dios, qué te pasa! -gritó Elena, apartándome de un empujón.
Camila me miró, horrorizada.
-¡Mamá!
Javier se interpuso entre mi hermana y yo, su cuerpo era una barrera. Me agarró los brazos con una fuerza que me sorprendió.
-Ya cálmate, Sofía. Estás haciendo una escena. Estás asustando a tu hija.
Su agarre era doloroso. Su mirada era fría, llena de una hostilidad que ya no se molestaba en ocultar. Me empujó hacia atrás, haciéndome tropezar. Caí contra la silla, el dolor agudo en mi cadera fue nada comparado con el terror que me ahogaba.
Mi familia, la gente que debía proteger a mi hija, la estaba entregando. Y yo era la única que lo sabía. El ciclo había comenzado.