La puerta se abrió de golpe, rompiendo la concentración de Sofía.
Elena entró con una sonrisa torcida y una caja de cartón en los brazos, una caja que se movía.
"¡No vas a creer lo que me encontré, Sofi!"
La voz de Elena era melosa, pero tenía un filo que Sofía conocía muy bien, era el tono que usaba justo antes de hacer algo para molestarla. Sofía levantó la vista de sus libros, con el ceño fruncido.
"¿Qué es eso, Elena? Sabes que no se permiten mascotas aquí, lo dice el reglamento bien claro."
Elena dejó la caja sobre su propia cama deshecha con un gesto teatral.
"Relájate, no es un perrito, es algo mucho más... exótico."
Abrió la caja y Sofía sintió que se le helaba la sangre en las venas, un pánico frío y paralizante le subió por la espalda. Dentro, enroscada sobre un puñado de hojas secas, había una serpiente de cascabel, su piel con patrones de diamantes brillaba bajo la luz amarillenta del foco, y el cascabel de su cola se agitó levemente, produciendo un sonido seco y amenazador.
"¡Estás loca! ¡Saca eso de aquí ahora mismo!" gritó Sofía, poniéndose de pie de un salto, su silla raspó ruidosamente contra el suelo.
El pánico en su voz era genuino, un miedo profundo que la acompañaba desde niña, pero a Elena solo le causó más gracia.
"Ay, no seas tan dramática, la encontré cerca del arroyo, estaba solita y asustada, no voy a dejarla ahí."
"Elena, eso es un animal salvaje, ¡es venenoso! ¿Qué no entiendes? ¡Nos pueden expulsar por esto! ¡Sácala!"
Sofía insistió, su voz temblaba, pero intentaba mantener la compostura, apelar a la lógica, a la razón. Pero la razón no existía en el mundo de Elena, solo su propio capricho.
Fue entonces cuando ocurrió algo extraño, la serpiente, que había permanecido inmóvil, levantó la cabeza y fijó sus ojos sin párpados directamente en Sofía, no era la mirada vacía de un reptil, se sentía diferente, inteligente, casi evaluadora. Sofía sintió un escalofrío recorrerla, como si la criatura hubiera entendido cada una de sus palabras de rechazo, como si hubiera registrado su miedo y su hostilidad. Y en esa mirada, Sofía vio una promesa silenciosa de rencor.
Los días siguientes se convirtieron en una tortura psicológica. Sofía vivía en un estado de alerta constante, la serpiente parecía tener una extraña obsesión con ella. Una mañana, la encontró enroscada dentro de uno de sus tenis, por poco no metió el pie. Otra noche, al volver de la biblioteca, la descubrió sobre su almohada, con el cascabel vibrando suavemente en una advertencia silenciosa. Cada vez, Sofía gritaba y Elena acudía, riéndose, diciendo que solo era curiosidad animal.
"Parece que le gustas," decía Elena con una sonrisa maliciosa.
Pero Sofía sabía que no era gusto, era una amenaza, un acoso deliberado. La serpiente la seguía con la mirada por el cuarto, su lengua bífida saliendo y entrando, probando el aire, como si la estuviera estudiando, memorizando su olor, esperando el momento oportuno.
La situación llegó a su punto más terrible un sábado por la tarde. Su hermana menor, Lucía, una niña de ocho años con ojos grandes y curiosos, había venido de visita. Estaban sentadas en el suelo, jugando con unas muñecas, riendo. Sofía, por un momento, se olvidó de la amenaza que vivía en la otra mitad del cuarto, se permitió relajarse, ser feliz.
Elena no estaba, había salido con sus amigos. La serpiente, se suponía, estaba segura en su caja.
Lucía extendió su manita para alcanzar una muñeca que había rodado debajo de la cama de Elena, y de la nada, un silbido agudo cortó el aire. La serpiente se lanzó desde la oscuridad con una velocidad aterradora, sus colmillos se clavaron en la mano de la niña.
El grito de Lucía fue un sonido que destrozó el alma de Sofía, un grito de dolor y sorpresa. Sofía reaccionó por instinto, agarró a su hermana y la jaló hacia atrás, viendo con horror cómo la serpiente se aferraba a su mano antes de soltarse y deslizarse de nuevo bajo la cama. La mano de Lucía estaba cubierta de sangre, y dos de sus pequeños dedos, el índice y el medio, colgaban de una manera antinatural, casi desprendidos.
La ira, una furia pura y cegadora, reemplazó el pánico de Sofía, era una rabia tan intensa que quemaba, borrando todo pensamiento racional. Tomó la lámpara de metal de su escritorio, un objeto pesado y sólido, y se abalanzó hacia la cama de Elena, dispuesta a hacer pedazos a esa criatura del infierno.
Justo cuando levantaba la lámpara para descargar el golpe, la puerta se abrió. Era Elena, que al ver la escena, en lugar de horrorizarse por la niña herida, gritó:
"¡No! ¡Sofía, déjala en paz! ¡Es mi mascota!"
Elena se interpuso entre Sofía y la cama, deteniendo su brazo con una fuerza sorprendente. En esa fracción de segundo de forcejeo, la serpiente aprovechó para escabullirse por un pequeño hueco en la pared, desapareciendo.
El mundo de Sofía se derrumbó. Dejó caer la lámpara, el sonido metálico resonó en el silencio cargado de tensión, y corrió con su hermana en brazos hacia el hospital, dejando atrás a una Elena que solo se preocupaba por su monstruo fugitivo.
Los cuatro años siguientes fueron un borrón de culpa y dolor. Lucía perdió sus dos dedos, la cicatriz en su mano era un recordatorio diario de la malicia de Elena y la cobardía de Sofía por no haber actuado antes. Sofía se graduó, con honores, pero sin alegría. La lucha por su futuro se sentía vacía.
El día que regresó a la casa de sus padres, con su título en la mano, encontró la puerta principal entreabierta, un silencio antinatural envolvía el lugar. Entró con un mal presentimiento que le oprimía el pecho.
Lo que vio la destrozó para siempre.
El interior de la casa era una escena de una masacre, muebles volcados, objetos rotos, y un olor metálico y dulce a sangre. En la sala, encontró los cuerpos de sus padres, y en su cuarto, el pequeño cuerpo de Lucía. No había sido un robo, no había sido un ataque humano. Por todas partes, sobre los cuerpos, bajo los muebles, en las esquinas, había serpientes, docenas de serpientes de cascabel, de todos los tamaños.
Y en el centro de la habitación, más grande y gruesa de lo que Sofía recordaba, estaba ella, la serpiente original, sus ojos brillaban con la misma inteligencia vengativa. El cascabel de su cola sonaba ahora con una furia triunfante. La serpiente y su descendencia la habían estado esperando.
Antes de que las fauces de la criatura se cerraran sobre ella, antes de que el veneno la consumiera, el mundo se disolvió en una oscuridad absoluta.
Y entonces, despertó.
Estaba en su cama del dormitorio, el sol entraba por la ventana, el olor a café frío y libros la envolvía. Escuchó el sonido de la puerta abriéndose.
"¡No vas a creer lo que me encontré, Sofi!"
Era la voz de Elena, era el mismo día, la misma hora. El comienzo de la pesadilla.
Pero esta vez, Sofía no sintió pánico, no sintió miedo. Sintió un frío glacial, una calma aterradora.
Había vuelto. Y esta vez, las cosas serían muy, muy diferentes.
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