Venganza de La Madre Monstruo
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Capítulo 1

El olor a palomitas de maíz y algodón de azúcar flotaba en el aire del centro comercial. Era un olor feliz, el olor de los fines de semana. Mi hijo, Leo, tiraba de mi mano, sus ojos de seis años brillaban de emoción.

"¡Mamá, mamá, más rápido! ¡El foso de bolas!"

Me reí, ajustando mi bolso en el hombro. "Ya voy, mi amor. El foso de bolas no se va a ir a ninguna parte."

Mi marido, Máximo, nos seguía a unos pasos de distancia, hablando por teléfono. Siempre estaba hablando por teléfono. Negocios, siempre negocios. Me lanzó una sonrisa rápida, una de esas que usaba para las fotos, y luego volvió a su conversación.

Dejé a Leo en la entrada del centro de juegos. La encargada, una chica joven con una sonrisa cansada, le puso una pulsera de papel en la muñeca.

"Cuídamelo bien, por favor," le dije.

Ella asintió sin mirarme realmente, más interesada en su propio teléfono.

Me senté en un banco justo afuera, desde donde podía ver la entrada de cristal. Máximo se sentó a mi lado, finalmente colgando el teléfono.

"¿Todo bien?" le pregunté.

"Sí, solo trabajo," dijo, pasando un brazo por mis hombros. "Un gran negocio a punto de cerrarse. Cambiará nuestras vidas, Luciana."

Apoyé mi cabeza en su hombro. A veces me sentía tan cansada. Ser una inmigrante en España, incluso después de tantos años, era un trabajo a tiempo completo. Mi trabajo como cuidadora de ancianos a domicilio era exigente, y el recuerdo de la depresión posparto que sufrí después de que naciera Leo siempre estaba ahí, una sombra en el fondo de mi mente. Máximo era mi roca, o eso creía yo.

"Solo quiero que Leo sea feliz," dije en voz baja.

"Y lo es," me aseguró Máximo, besando mi frente. "Gracias a ti."

De repente, un grito agudo rompió el murmullo del centro comercial.

La encargada del centro de juegos salió corriendo, con el rostro pálido y los ojos desorbitados.

"¡Ha habido un asesinato!" gritó. "¡Un niño... en el foso de bolas!"

Mi corazón se detuvo.

Me levanté de un salto, empujando a Máximo a un lado. Corrí hacia la entrada, mi mente gritando el nombre de Leo.

Lo vi.

En medio de las bolas de colores, mi pequeño Leo yacía inmóvil. Su camiseta de dinosaurios estaba manchada de un rojo oscuro y horrible.

Me derrumbé. El mundo se volvió negro.

            
            

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