"No, no, no, ¡eso no es posible!"
Estaba en una pequeña habitación sin ventanas. Un detective con cara de pocos amigos, el detective Vargas, me mostraba la pantalla de una tablet.
"El vídeo no miente, señora Ramírez."
En la pantalla, una mujer que se parecía a mí, que llevaba mi misma ropa, se inclinaba sobre el foso de bolas. Tenía una expresión demente, una locura que nunca había visto en mi propio rostro. En su mano, un cúter brillaba bajo las luces del centro comercial. Lo levantaba y lo bajaba, una y otra vez.
No podía respirar.
"¡Esa no soy yo!" grité, mi voz rota. "¡Alguien me ha tendido una trampa!"
Vargas suspiró, un sonido de pura impaciencia. "Su marido la identificó. La encargada del centro de juegos la identificó. El gerente del centro comercial nos dio el vídeo. Todos dicen que usted estaba actuando de forma extraña."
Me agarré la cabeza, tratando de pensar. Todo era un borrón. Recuerdo haber dejado a Leo, recuerdo haberme sentado con Máximo... y luego el grito. Nada más.
"¡Estaba sentada afuera con mi marido!" insistí. "¡Él puede decírselo!"
La puerta se abrió y entró Máximo. Su rostro estaba destrozado por el dolor, sus ojos rojos e hinchados. Se arrodilló frente a mí, pero no me tocó.
"Luciana... ¿por qué?" susurró, su voz temblorosa. "¿Por qué le has hecho esto a nuestro hijo?"
Lo miré, incrédula. "¿Tú también? ¿Crees que yo...?"
"He visto el vídeo, Luciana," dijo, apartando la mirada. "La encargada dijo que discutiste con él... que le gritaste."
"¡Eso es mentira!" chillé. "¡Nunca le gritaría a Leo!"
Vargas carraspeó. "Señor Castillo, ¿puede esperar fuera, por favor?"
Máximo se levantó y se fue sin mirarme una vez más. Me dejó sola con la acusación, sola con la imagen de esa mujer monstruosa en la pantalla.
"Luciana Ramírez," dijo Vargas, su voz ahora dura y oficial, "queda detenida por el asesinato de su hijo, Leo Castillo."
Los policías me levantaron de la silla. Mis piernas no me sostenían. Mientras me sacaban de la habitación, mi mundo se desmoronaba en pedazos a mi alrededor.