Días después, Lina se encontró con Máximo e Isabella saliendo de un teatro en la Avenida Corrientes.
Isabella, elegante y radiante, colgaba del brazo de Máximo. Su risa resonaba en la noche porteña.
Lina los vio y sintió una punzada de dolor, pero recordó las palabras del poema. Isabella no era una rival, era una herramienta. Un peón en el juego de Máximo para hacerla sufrir.
Máximo, al verla, frunció el ceño, molesto por su inesperada aparición. No había escuchado su declaración anterior por teléfono, solo el sonido del fin de la llamada.
"¿Qué haces aquí, Lina?", preguntó con irritación.
"Mi medalla", repitió ella, acercándose. "Sé que Isabella la tiene".
Máximo la miró con desdén. "¿Todavía con eso? Ya te dije que la perdió".
Isabella intervino, su voz dulce pero venenosa. "Oh, ¿te refieres a esa cosita de plata? Máximo me la dio, fue tan dulce de su parte. Pero era tan insignificante que se me cayó en algún lugar".
La humillación quemó a Lina. "Era de mi abuela", susurró, su voz rota.
"Lina, por favor", dijo Máximo, su tono condescendiente. "No hagas una escena. Es solo un trozo de metal. Te compraré algo mejor, algo de oro".
"No entiendes", dijo Lina, las lágrimas asomando a sus ojos. "Era el único recuerdo que tenía de ella. Me la dio antes de morir".
Por un instante, una sombra de algo parecido a la culpa cruzó el rostro de Máximo, pero desapareció tan rápido como llegó, reemplazada por su habitual máscara de frialdad.
Incapaz de soportar más, Lina se dio la vuelta para irse. Máximo, como siempre, la siguió.
"Lina, espera".
En ese momento, un sonido metálico y un grito colectivo llenaron el aire. Un andamio mal asegurado en un edificio cercano se desplomó.
Instintivamente, Máximo corrió hacia Lina. Por una fracción de segundo, sus ojos se encontraron y ella vio pánico genuino en ellos.
Pero entonces, al ver la mirada aterrorizada de Isabella, cambió de dirección en el último segundo y la protegió a ella, usando su cuerpo como escudo.
Una viga de metal golpeó a Lina en la pierna, y el mundo se volvió negro.
Despertó en un hospital público, sola. Su pierna estaba enyesada y le dolía terriblemente.
Una enfermera amable le trajo un vaso de agua. "Tuvo suerte, señorita. Su novio la trajo. Armó un gran escándalo para que la atendieran de inmediato".
Lina sintió un atisbo de esperanza.
"Pero", continuó la enfermera, "en cuanto supo que sus heridas no eran mortales, se fue. Dijo que tenía una emergencia con la otra señorita".
La esperanza murió. Lina entendió. El gesto de traerla al hospital no fue por amor. Fue para mantener la apariencia, para asegurarse de que su juguete no se rompiera del todo. El juego debía continuar.