Acaricié el cabello de Daniel, manteniéndolo cerca, protegiéndolo de la toxicidad que emanaba de Alejandro.
"Es mi hijo, Daniel", respondí con una calma glacial, mirándolo directamente a los ojos.
Alejandro soltó una risa amarga, incrédula.
"¿Tu hijo? ¡No me hagas reír! ¿Mientras yo buscaba la verdad, tú te revolcabas con otro? ¿Y tuviste un bastardo?".
La palabra "bastardo" golpeó el aire con la fuerza de una bofetada.
Sentí una oleada de ira protectora, pero la contuve, sabía que perder los estribos era exactamente lo que él quería.
Laura, viendo su oportunidad, se acercó a Alejandro, poniendo una mano en su pecho con un gesto de consuelo calculado.
"Ay, Alejandro, mi amor, te lo dije", susurró, con lágrimas de cocodrilo brillando en sus ojos, "te dije que ella no era la misma mujer que dejaste, ha cambiado, te ha traicionado, pobre de ti, después de todo lo que has sacrificado".
Su actuación era magistral, pero yo ya conocía su verdadero rostro.
Elena, la ama de llaves que había estado conmigo durante años, dio un paso adelante, su rostro lleno de indignación.
"Señor Alejandro, no debería hablar así", comenzó a decir, "El pequeño Daniel no es..."
"¡Cállate, gata!", le espetó Alejandro sin siquiera mirarla, su atención fija en mí, "¡Nadie te pidió tu opinión! Estoy hablando con mi... con Sofía".
La corrigió a mitad de la frase, dándose cuenta de que ya no podía llamarme "su prometida".
La tensión en la habitación era asfixiante.
Para Alejandro, en su universo egocéntrico, yo debía haber pasado los últimos tres años llorando por él, esperándolo, manteniéndome pura para su eventual regreso.
La existencia de mi hijo era una afrenta personal, una prueba de que mi mundo no giraba a su alrededor.
Y lo que era peor, amenazaba el control que creía tener sobre mí y sobre esta casa.
La casa.
Ese era el punto clave que Alejandro, en su arrogancia, no había considerado.
Esta mansión no era mía por herencia, ni un regalo de mis padres.
Pertenecía a la cabeza de la familia de Alejandro, el hombre más poderoso y respetado del clan, un magnate cuyos negocios se extendían por todo el país.
Un hombre al que Alejandro debía respeto y obediencia.
Su tío, Ricardo.
Pero Alejandro estaba demasiado ciego por la rabia para pensar con claridad.
Sus ojos se posaron en Daniel, que me miraba con curiosidad, sintiendo la tensión sin entenderla.
Para Alejandro, mi hijo no era un niño inocente, era un obstáculo, un símbolo de mi independencia, un error que debía ser borrado.
"Así que este es el resultado de tu traición", siseó, dando un paso amenazante hacia nosotros.
Instintivamente, retrocedí, apretando a Daniel con más fuerza contra mi pecho.
"No te atrevas a acercarte a él, Alejandro".
Mi advertencia fue firme, pero él la ignoró.
Una sonrisa cruel se dibujó en sus labios mientras extendía una mano, no hacia mí, sino hacia mi hijo.
"Un pequeño bastardo no tiene lugar en esta casa", dijo, su voz goteando veneno, "tal vez debería enseñarle una lección sobre el respeto".
El miedo, frío y afilado, me recorrió la espalda, pero fue superado por una furia primigenia, la furia de una madre protegiendo a su cachorro.
"¡Te lo advierto, Alejandro!", grité, mi voz rompiéndose por la intensidad, "¡Si le pones un dedo encima, te juro que te arrepentirás por el resto de tu miserable vida!".