"¡Señor Alejandro, por favor, suéltelo! ¡Es solo un niño!", suplicó Elena, la ama de llaves, con las manos juntas como si rezara.
Los otros sirvientes murmuraban con horror, pero nadie se atrevía a intervenir físicamente, el miedo a la ira de Alejandro los paralizaba.
Él los ignoró a todos, sus ojos fijos en mí, disfrutando de su poder, de mi sumisión.
Apretó más el brazo de Daniel, y el llanto del niño se convirtió en un gemido ahogado.
"¡Te lo ruego, Alejandro, déjalo!", grité, el pánico haciendo que mi voz se quebrara. "¡Haré lo que quieras, por favor, no le hagas daño!".
"¿Lo que yo quiera?", repitió, una sonrisa torcida jugando en sus labios. "Bien. Quiero que te arrastres hasta Laura y beses sus zapatos. Quizás entonces considere perdonar a este pequeño error".
La humillación era un ácido quemando mis entrañas, pero la mirada aterrorizada de mi hijo me dio la fuerza para soportar cualquier cosa.
Empecé a arrastrarme sobre el frío mármol, con Daniel todavía en mis brazos, cada centímetro un universo de dolor y vergüenza.
Cuando estaba a punto de llegar a los pies de Laura, Alejandro de repente me dio una patada en el costado.
El golpe me quitó el aire y caí de lado, luchando por no soltar a Daniel.
Un dolor agudo me atravesó las costillas.
"¿Creíste que sería tan fácil?", se burló, su voz goteando sadismo. "Pedir perdón no es suficiente para borrar tu traición. Este bastardo nunca debió haber nacido, y me aseguraré de corregir ese error".
Volvió a agarrar a Daniel, esta vez con más violencia, levantándolo por el brazo.
Mi hijo soltó un grito agudo y luego su cuerpo quedó fláccido, sus ojos se pusieron en blanco.
Dejó de llorar.
Dejó de moverse.
"¡Daniel!", grité, un sonido gutural, animal, que salió de lo más profundo de mi ser.
Mi corazón se detuvo.
El mundo se volvió borroso, un túnel oscuro con la imagen de mi hijo inerte en el centro.
Alejandro pareció sorprendido por un segundo, sacudiendo ligeramente a Daniel como si fuera un muñeco de trapo.
"Mocoso débil", murmuró con desprecio.
Laura, desde el suelo, observaba la escena con una expresión de triunfo mal disimulado.
Para ellos, Daniel no era un niño, era una pieza en su juego, un obstáculo eliminado.
Me puse de pie, tambaleándome, la adrenalina anulando el dolor en mis costillas.
"Asesino", susurré, la palabra llena de un odio tan puro y absoluto que me sorprendió a mí misma. "Eres un asesino".
Iba a lanzarme sobre él, a arañar, a morder, a hacer cualquier cosa para recuperar a mi hijo, sin importar las consecuencias.
Pero en ese preciso instante, las puertas dobles de la entrada se abrieron de par en par con una fuerza atronadora, golpeando contra las paredes.
Una figura alta e imponente se recortó en el umbral, su presencia llenando instantáneamente la habitación con una autoridad innegable.
Su rostro era una máscara de furia helada.
"¡¿QUÉ DEMONIOS ESTÁ PASANDO AQUÍ?!".
La voz de Ricardo, profunda y resonante como un trueno, retumbó en la sala, haciendo que todos se congelaran.
La salvación había llegado en el momento más oscuro.