Mientras caminaba hacia la salida, el recuerdo de mi vida pasada volvió a surgir, pero esta vez no con dolor, sino con una fría resolución. Recordé las noches en vela, el café barato que era mi única cena, los bocetos que hacía en servilletas porque no podía permitirme un cuaderno nuevo. Recordé el hambre, no solo de comida, sino de éxito, de validación, de la vida que me habían robado.
Todo ese sufrimiento, todo ese esfuerzo, no sería en vano. Esta vez, cada gramo de esa energía estaría enfocado en mi objetivo. Carlos y Laura podían jugar a ser los reyes del patio de la escuela. Podían desperdiciar su segunda oportunidad en lujos baratos y popularidad efímera. Yo estaba jugando un juego a largo plazo.
Ellos creían que la línea de meta era la misma que la última vez. No entendían que yo ya la había movido.
Al día siguiente, fui a la oficina de administración. Llené una solicitud para mudarme a los dormitorios de la escuela. Mi casa estaba lo suficientemente cerca como para no necesitarlo, pero necesitaba un ambiente de estudio puro, lejos del drama y las distracciones que Carlos y Laura inevitablemente crearían. Necesitaba un santuario.
Mientras entregaba mi solicitud, escuché un zumbido afuera. Miré por la ventana y vi un pequeño dron volando torpemente sobre el campo de fútbol, arrastrando una pancarta que decía: "LAURA, ERES MI UNIVERSO".
Carlos estaba abajo, controlando el dron con su teléfono, con una sonrisa de idiota en la cara. Laura aplaudía, rodeada, como siempre, de su corte de admiradores. La escena era tan ridícula, tan infantil, que casi me reí. Estaba gastando tiempo, energía y, lo más importante, dinero que no tenía, en estos gestos vacíos.
La solicitud de dormitorio fue aprobada. Mudarse fue la mejor decisión que pude haber tomado. El silencio de mi pequeña habitación era un bálsamo. Las noches eran mías, dedicadas por completo al estudio y al diseño. Mi portafolio para la beca comenzaba a tomar forma, esta vez con una madurez y una visión que no tenía en mi primera vida.
Mientras tanto, la fachada de Carlos y Laura comenzaba a agrietarse. Escuché a través de los chismes del dormitorio que Laura se había quejado porque Carlos no la había llevado al concierto de su banda favorita. Las entradas eran demasiado caras.
-Prometió que iríamos -se quejó ella con sus amigas en la cafetería, lo suficientemente alto para que media escuela la oyera-. ¿De qué sirve ser su novia si no puede ni cumplir eso?
La presión sobre Carlos era evidente. Se le veía más demacrado, más irritable. Su trabajo en la cafetería no daba para más. Un día, lo vi discutiendo acaloradamente con su madre en el estacionamiento de la escuela. Él le gritaba, ella lloraba. Después de esa discusión, Carlos apareció al día siguiente con una billetera notablemente más gorda. Laura, de repente, volvió a sonreír. El dinero, robado o suplicado a sus padres, había comprado una paz temporal.
El primer examen parcial llegó. Los resultados se publicaron en el tablón de anuncios del pasillo principal.
Busqué mi nombre. Sofía Vargas. Puesto número 12. Un salto impresionante desde mi posición anterior en el rango de los 40. Una sonrisa genuina, la primera en mucho tiempo, se dibujó en mi rostro. Estaba funcionando.
Luego, por pura curiosidad, busqué sus nombres.
Laura Jiménez. Puesto 157.
Carlos Mendoza. Puesto 162.
De una clase de 180 estudiantes. Estaban casi en el fondo. El "futuro genio" y su "reina" estaban fracasando estrepitosamente.
La noticia de sus calificaciones se esparció como la pólvora. Era demasiado notorio para ignorarlo.
Unos días después, mi profesora de literatura, la Sra. Elena, una mujer bien intencionada pero algo ingenua, me detuvo en el pasillo.
-Sofía, querida, ¿puedo hablar contigo un momento?
-Claro, Sra. Elena.
-Estoy muy preocupada por Carlos -dijo, bajando la voz-. Solía ser un buen estudiante. Y sé que ustedes... bueno, solían ser cercanos. Sus calificaciones son un desastre. Me preguntaba si podrías hablar con él, tal vez ayudarlo a estudiar. A veces, una palabra de un amigo puede hacer la diferencia.
Miré a la Sra. Elena. En mi vida pasada, habría aceptado sin dudarlo, impulsada por un sentido del deber y un afecto persistente.
Pero ya no.
-Lo siento, Sra. Elena -dije, mi voz amable pero firme-. Pero no puedo.
Ella parpadeó, sorprendida.
-¿No puedes?
-No. Carlos tomó sus propias decisiones. Y yo tengo mis propias responsabilidades y metas en las que debo concentrarme. No soy su tutora, ni su salvadora. Si él necesita ayuda, debe buscarla por sí mismo. Involucrarme solo sería una distracción para mí y no creo que a él le sirviera de nada.
La Sra. Elena se quedó sin palabras. Le di una pequeña sonrisa de disculpa y seguí mi camino.
Había aprendido la lección más dura de todas: no puedes salvar a alguien que está decidido a ahogarse. Y definitivamente no debes dejar que te arrastre con él.