Lo conocí en la universidad. Yo era la chica estudiosa y un poco tímida de la carrera de diseño, él era el estudiante de comunicación carismático y popular que soñaba con la fama. Me enamoré de su ambición, de su energía inagotable. Fue un flechazo instantáneo, o al menos eso creí yo. Él vio en mí no solo a una novia, sino una oportunidad. La hija de uno de los empresarios más poderosos de México.
Nuestra relación floreció, y con ella, su carrera. Cuando su familia enfrentó una crisis financiera terrible, a punto de perderlo todo, fui yo quien convenció a mi padre de intervenir. Mi padre, a regañadientes, les otorgó un préstamo generoso y les abrió puertas en el mundo de los negocios. Mateo nunca lo olvidaría, o eso decía. "Le debo todo a tu familia, Sofía. Le debo todo a ti", me repetía constantemente.
Con su situación familiar estabilizada, y con el capital inicial que mi padre le "regaló", Mateo lanzó su carrera como influencer. Yo era su motor silencioso: le ayudaba a escribir guiones, le conseguía patrocinios a través de mis contactos, diseñaba la estética de sus redes. Su fama creció exponencialmente. Se convirtió en la cara de varias marcas de lujo, su cuenta bancaria se infló, y su ego, también.
Hace seis meses, en la cima de su éxito, me propuso matrimonio. Fue un evento público, por supuesto. Lo organizó en una gala benéfica, con cámaras por todas partes. Me dio un anillo enorme y un discurso sobre cómo yo era su roca, su inspiración. Yo lloré de felicidad, completamente ajena al espectáculo que estaba montando para su audiencia.
Fue poco después de la propuesta que Esmeralda apareció en nuestras vidas.
"Mi amor, conocí a esta chica, Esmeralda. Tiene mucho potencial como modelo, pero no tiene recursos. Quiero ser su mentor, patrocinarla. Es una buena obra, ¿no crees? Ayudar a los nuevos talentos", me dijo un día.
Confié en él. Siempre había sido generoso, o al menos, esa era la imagen que proyectaba. Accedí, sin imaginar que estaba invitando a la serpiente a mi paraíso.
Un par de semanas después, Mateo llegó con otra petición.
"Esmeralda está teniendo problemas con su departamento. El casero la quiere echar. Es una situación muy complicada. Pensé... tal vez podría quedarse en el cuarto de huéspedes de nuestra nueva casa por un tiempo. Solo hasta que encuentre algo. La casa es enorme, ni siquiera notarás que está ahí".
Nuestra nueva casa. La casa que estábamos preparando para ser nuestro nido de amor, nuestro hogar matrimonial. La idea me incomodó profundamente. Sentí una punzada de celos, de inquietud. Era una invasión a nuestra intimidad.
"¿Estás seguro, Mateo? Es nuestra casa, nuestro espacio", le dije, tratando de sonar razonable y no como una novia posesiva.
"Solo será por unas semanas, te lo prometo. Piénsalo, Sofía. Seré su jefe, su mentor. Es mejor tenerla cerca para poder guiarla. Además, nos ayudará a decorar, tiene buen gusto".
Su insistencia me desgastó. No quería parecer la mala del cuento, la prometida celosa y controladora. Culpé a mis propios nervios pre-boda. Al final, cedí.
"Está bien", dije, con una sonrisa forzada. "Pero solo por un tiempo".
Esmeralda se mudó al día siguiente. Y, por supuesto, no fue solo por unas semanas. Se instaló como si fuera su propia casa, sus cosas esparcidas por todas partes, su presencia constante una sombra en mi felicidad. Yo, por mantener la paz, por no crear un conflicto antes de la boda, por creer ciegamente en la bondad de Mateo, lo toleré todo. Me tragué mi incomodidad y mi instinto, que me gritaba que algo andaba terriblemente mal.