Se enamoró de su ambición, de su energía. Le pareció fascinante. La ayudó, la apoyó. Cuando ella quiso iniciar su propia marca, fue Javier quien convenció a la Maestra Elena de que le permitiera usar sus diseños y, sobre todo, su famoso esmalte.
"Abuela, ella tiene un talento increíble. Imagina tus colores, tus texturas, en la seda. Sería revolucionario", le había dicho con entusiasmo.
La Maestra Elena, que adoraba a su nieto, accedió. No pidió contratos, ni porcentajes. Fue un regalo, un acto de fe y de amor hacia el hombre que su nieto amaba.
Y esa fe había construido un imperio. El "Azul Cobalto Lunar" de Elena se convirtió en el "Azul Sofía", el color insignia de la marca. Sus desfiles eran un éxito, sus colecciones se agotaban. Y Sofía, la estudiante soñadora, se transformó en una magnate fría y calculadora.
Ahora, en el salón de su lujosa casa, todo ese pasado se sentía como una burla.
"Todo esto", dijo Javier, con un gesto que abarcaba la opulencia que los rodeaba, "todo esto se lo debes a ella. A la mujer que está postrada en una cama de hospital por culpa de tu protegido".
La verdad de sus palabras pareció golpear a Sofía. Pero no con remordimiento, sino con rabia.
"¡No te atrevas a hablarme así!", gritó. "¿Crees que fue fácil? ¿Crees que todo fue el estúpido esmalte de tu abuela? ¡Fui yo! ¡Mi talento, mis contactos, mi trabajo!".
Se abalanzó sobre él, empujándolo con fuerza. Javier trastabilló y su espalda chocó contra una vitrina. El dolor agudo en su hombro fue nada comparado con el dolor de la traición.
"Ella te dio la base, Sofía. Te dio el alma de tu marca, y tú ni siquiera tienes la decencia de mostrar un poco de gratitud".
"¿Gratitud?", se rio ella, una risa cruel y sin alegría. "La gratitud no paga las facturas. La gratitud no te pone en la portada de Vogue".
Se recompuso, alisando su vestido de seda. Su rostro volvió a ser una máscara de frialdad.
"Ya que estamos siendo honestos, te diré lo que va a pasar. Rodrigo no puede tener antecedentes penales. Es la imagen de mi nueva línea masculina. Así que vas a ir a la policía y dirás que fue tu culpa".
Javier la miró, atónito.
"¿Qué?".
"Lo que oíste. Di que tomaste el coche de tu abuela sin permiso, que perdiste el control. Lo que sea. Yo me encargaré de que los cargos sean mínimos. Una multa, servicio comunitario. Es un precio pequeño a pagar para mantener nuestro estilo de vida, ¿no crees?".
La absurdidad de la propuesta era tan monstruosa que Javier solo pudo sentir un vacío helado en el pecho. No era solo que no le importara su abuela; era que activamente quería usarlo a él, a su nieto, para borrar el crimen y proteger sus intereses.
"Eres un monstruo", susurró Javier.
Sofía lo miró con una mezcla de lástima y desdén.
"No, Javier. Soy una mujer de negocios. Y tú eres un obstáculo. Decide de qué lado estás, porque mi paciencia se está agotando".
Javier la observó. Recordó una tarde, años atrás, cuando su abuela se quemó levemente la mano en el horno de cerámica. Sofía había corrido a buscar hielo, la había cuidado con una ternura que ahora parecía imposible. Le había susurrado al oído a Javier esa noche: "Tu abuela es un tesoro. Prometo que siempre la cuidaré".
Ese recuerdo, antes cálido, ahora le quemaba. La mujer que había hecho esa promesa había desaparecido, reemplazada por esta extraña de ojos duros y corazón de piedra. La sensación de pérdida era abrumadora, como si no solo estuviera perdiendo a su abuela, sino también a la mujer que creyó amar. El hogar que habían construido se sentía ahora como un mausoleo de mentiras.