Ella aparecía en el hospital para las cámaras, con una expresión de compasión perfectamente ensayada, pero en cuanto se iban los periodistas, su rostro se volvía una máscara de impaciencia.
Una noche, mientras Javier comía una sopa insípida en la cafetería del hospital, Sofía se sentó frente a él.
"Te ves patético", dijo, sin preámbulos. "Pareces un mendigo. ¿Así es como el nieto de la gran Maestra Elena llora sus penas?".
Javier levantó la vista, demasiado cansado para enojarse.
"Déjame en paz, Sofía".
"No hasta que entres en razón. Eres un bueno para nada, Javier. Siempre lo has sido. Viviste de tu abuela y ahora vives de mí. Sin mí, no eres nadie. Deberías agradecerme que siquiera te ofrezca una salida".
Las palabras eran crueles, diseñadas para herir, para hacerlo sentir pequeño e insignificante. Y por un momento, casi lo lograron. Javier se sintió hundido en la silla, con el peso de su humillación aplastándolo.
Decidió buscar ayuda. Llamó a Ricardo, un viejo amigo de la familia y un influyente abogado. Se reunieron en un café discreto. Javier le contó todo: el accidente, la negligencia de Rodrigo, las amenazas de Sofía.
Ricardo escuchó con atención, asintiendo con la cabeza. Cuando Javier terminó, el abogado suspiró.
"Javier, lo siento mucho por tu abuela. Pero tienes que ser realista. Sofía es una de las mujeres más poderosas de la ciudad. Ir en su contra es un suicidio profesional. Nadie te apoyará".
"Pero es la verdad, Ricardo. ¡Hay un testigo!".
"Un testigo que puede ser comprado o intimidado. Sofía tiene los recursos para hacer que este problema desaparezca. Mi consejo, como amigo, es que aceptes su oferta. Es lo más inteligente".
Javier salió del café sintiéndose más solo que nunca. Incluso los amigos de toda la vida le daban la espalda, intimidados por el poder de Sofía. Estaba completamente aislado.
Al día siguiente, la humillación alcanzó un nuevo nivel. Sofía apareció en el hospital, y no venía sola. A su lado caminaba Rodrigo, con un aire de arrogancia y un ramo de flores ridículamente grande.
"Pensamos que sería un buen gesto venir a mostrar nuestro apoyo", dijo Sofía con una sonrisa radiante, como si nada pasara.
Rodrigo se acercó a Javier.
"Oye, lamento lo de tu abuela", dijo, con un tono que no contenía ni una pizca de arrepentimiento. "Pero como dice Sofía, los accidentes pasan. Lo importante es que yo estoy bien para el lanzamiento de la colección. Sofía dice que voy a ser una estrella".
La insolencia del joven era asfixiante. Verlo allí, pavoneándose después de casi matar a su abuela, hizo que la sangre de Javier hirviera.
"Lárgate de aquí", dijo Javier en voz baja pero firme.
Sofía intervino. "Javier, no seas grosero. Rodrigo solo intenta ser amable. Deberías aprender un poco de él. Quizás si tuvieras la mitad de su empuje, no serías la decepción que eres".
Javier los miró a los dos, a la mentora y a su protegido, un equipo unido por la ambición y la falta de escrúpulos. Se sintió atrapado en una pesadilla.
Regresó a su pequeño apartamento temporal, un lugar lúgubre que había alquilado con el poco dinero que le quedaba. Se sentó en la cama, con la cabeza entre las manos, sintiendo que el peso del mundo lo aplastaba. No tenía dinero, no tenía amigos, no tenía poder. La desesperación era un pozo oscuro y profundo.
Fue entonces cuando vio el sobre en la mesita de noche. Había llegado esa mañana, con el sello de un bufete de abogados que no reconocía. Lo había ignorado, demasiado abrumado para lidiar con más problemas. Ahora, sin nada más que perder, lo abrió.
Dentro había una carta oficial y una copia de los documentos de la patente que había encontrado en el estudio de su abuela. La carta era del registro de la propiedad intelectual. Confirmaba, en un lenguaje legal y frío, lo que él ya sospechaba.
"Estimado Sr. Javier Morales, le informamos que, según la cláusula 7B del contrato de patente No. 78-45-C, referente a la fórmula de esmalte cerámico 'Azul Cobalto Lunar', la titularidad de dicha patente ha sido transferida a su nombre, efectiva desde el 15 de octubre del presente año, debido a la incapacitación de la titular original, Sra. Elena Torres".
Javier leyó la carta una y otra vez. Era real. No era solo un papel viejo; era un documento legal, vinculante. Tenía el control.
Se levantó y caminó hacia la ventana. La ciudad se extendía ante él, un mar de luces indiferentes. Por primera vez en semanas, no se sintió pequeño. La desesperación comenzó a retroceder, reemplazada por una nueva sensación: la determinación. Sofía y Rodrigo lo habían acorralado, lo habían humillado, lo habían dejado sin nada. Pero habían cometido un error. Habían subestimado el legado de su abuela. Y ese legado, ahora, era su arma.