Ricardo llegó a casa tarde, como de costumbre.
El olor a perfume de mujer que no era el mío se aferraba a su saco, un aroma dulce y barato que chocaba con la elegancia de su traje hecho a medida.
Lo olí en el momento en que me abrazó brevemente en la entrada.
"Hola, mi amor" , dijo, su voz cansada pero con un toque de satisfacción.
"Hola, cariño. ¿Mucho trabajo?"
Mi voz salió tranquila, una actuación que había perfeccionado durante años.
Él asintió, aflojándose la corbata mientras caminaba hacia la sala.
"Un día larguísimo. Pero cerramos el trato" .
Nuestra hija, Luna, de cinco años, corrió hacia él y le abrazó las piernas.
"¡Papi!"
La cara de Ricardo se suavizó al verla. La levantó en brazos y la llenó de besos, y por un momento, parecíamos la familia perfecta que mostrábamos al mundo.
Me quedé observándolos, el olor de ese otro perfume todavía en mi nariz, una presencia invisible y sucia en nuestro hogar.
Justo cuando empezaba a relajarme, a convencerme de que tal vez solo era mi imaginación, sonó el timbre.
Ricardo frunció el ceño.
"¿Esperas a alguien?"
Negué con la cabeza.
Fui a abrir la puerta y me encontré con una joven sonriente. Era bonita, con una energía vibrante y una mirada que parecía demasiado inocente.
Era Daniela, la nueva asistente de Ricardo.
"¡Buenas noches, señora Sofía! Disculpe la molestia a estas horas" .
Su voz era melosa, casi infantil.
"Señor Ricardo, se le olvidó esto en la oficina y pensé que podría necesitarlo mañana" .
Sostenía una pequeña caja de una joyería de lujo.
Antes de que pudiera responder, Ricardo se acercó, todavía con Luna en brazos. Su expresión se relajó visiblemente al ver a Daniela.
"Daniela, qué atenta. No tenías que molestarte" .
"No es ninguna molestia, señor. Además, no quería que perdiera sus mancuernillas favoritas" .
Me entregó la caja. La abrí mecánicamente. Dentro había un par de mancuernillas de platino, idénticas a las que yo le había regalado a Ricardo en nuestro aniversario, de las cuales él había perdido una la semana pasada.
Levanté la vista y la miré. La sonrisa de Daniela no flaqueó. Había un brillo de desafío en sus ojos.
"Gracias, Daniela. Muy amable de tu parte" , dije, mi voz más fría de lo que pretendía.
"De nada, señora. Bueno, me voy. Que pasen buena noche" .
Se dio la vuelta y se fue, con un caminar ligero y juvenil.
Cerré la puerta y me volví hacia Ricardo.
"¿Desde cuándo tu asistente te compra regalos tan personales?"
Él suspiró, dejando a Luna en el suelo.
"Por favor, Sofía. No empieces. Vio que me faltaba una y simplemente la reemplazó. Se lo pagaré mañana. Es una chica eficiente, eso es todo" .
Su tono era despectivo, como si yo fuera una tonta celosa.
"Esas mancuernillas son especiales, Ricardo. Te las regalé yo" .
"Y lo aprecio, pero perdí una. ¿Qué querías que hiciera? Ella solo resolvió un problema. Deberías agradecérselo" .
La injusticia de sus palabras me quemó por dentro.
En ese momento, Luna, que había estado jugando con su muñeca, levantó la vista.
"Papi, ¿Daniela nos va a leer otro cuento mañana en tu oficina? Me gustó el que leyó hoy" .
El aire en la habitación se congeló.
Miré a Ricardo, esperando una explicación, una negación, cualquier cosa.
Pero él desvió la mirada, su mandíbula tensa.
El silencio se estiró, lleno de todo lo que no se decía.
Finalmente, su irritación superó su culpa.
Me miró con frialdad.
"¿Ves lo que provocas? Creas un ambiente tan tenso que la niña se da cuenta. Si pasaras más tiempo con ella en lugar de estar encerrada en tu taller de diseño, quizás no buscaría atención en otras personas" .
La acusación me golpeó con la fuerza de una bofetada.
Mi taller, mi pasión, mi única vía de escape, ahora era un arma que él usaba en mi contra.
No dije nada más. No había nada que decir.
Él había trazado la línea, y yo, una vez más, estaba en el lado equivocado.