Me había acostumbrado a tragarme el dolor, a ignorar las señales. Aprendí a vivir con la ansiedad constante, a revisar sus bolsillos con el corazón en la garganta, a buscar pistas que solo confirmarían mi miseria.
Pero había habido un punto de quiebre.
Recordé una noche, hace unos tres años. Había encontrado un recibo de un hotel de lujo, una habitación para dos, en una fecha en la que se suponía que estaba en un viaje de negocios solo.
Esa vez no me rendí tan fácil. Le grité, lloré, le arrojé el recibo a la cara.
Su reacción no fue de culpa, sino de furia helada.
Me agarró del brazo con una fuerza que me dejó sin aliento.
"Escúchame bien, Sofía" , siseó, su cara a centímetros de la mía. "Tú tienes todo lo que podrías desear. Una casa hermosa, un clóset lleno de ropa cara, mi apellido. Si quieres que todo esto continúe, más te vale aprender a cerrar la boca y a mirar para otro lado. No vuelvas a desafiarme" .
Ese día aprendí mi lección. Aprendí a ser la esposa perfecta, sumisa y sonriente. Aprendí a ignorar el dolor en mi pecho y a concentrarme en mi hija y en mi trabajo.
Me convertí en la mejor diseñadora de moda del país, canalizando toda mi frustración y mi pasión en mis creaciones. Mi éxito era mi armadura.
Pero esta vez era diferente.
Daniela no era como las otras. Las otras eran aventuras pasajeras, errores de una noche que él ni siquiera recordaba.
Pero con Daniela, había algo más.
Lo veía en la forma en que hablaba de ella, con una mezcla de orgullo y afecto. Lo vi en su reacción esta noche, en cómo la defendió, en cómo su voz se suavizó al verla.
Era una ternura que nunca me había mostrado a mí.
Ricardo entró en la habitación y se metió en la cama. El colchón se hundió bajo su peso.
Sentí su mano en mi cintura, atrayéndome hacia él.
Su toque me provocó un escalofrío de repulsión. Mi cuerpo se tensó instantáneamente.
"Relájate" , susurró en mi oído, su aliento olía a whisky.
No me moví. Me quedé rígida, mirando la oscuridad.
"¿Sigues enojada por lo de las mancuernillas?" , preguntó, su voz con un tono de fastidio. "Ya te dije que no es nada. Daniela es solo una niña, no tienes de qué preocuparte. Tus celos nos están separando, Sofía" .
Era el mismo guion de siempre. La culpa siempre era mía. Mis celos. Mi paranoia. Mi incapacidad para ser una buena esposa.
No respondí.
Su mano se movió de mi cintura a mi vientre, y luego más abajo.
Empezó a besar mi cuello, besos fríos y mecánicos.
Cerré los ojos, sintiendo cómo las lágrimas empezaban a acumularse.
No me resistí. Sabía que no serviría de nada. Solo lo haría enojar más.
Así que me quedé quieta, soportando su peso, su aliento, sus caricias vacías. En la oscuridad, yo era solo un cuerpo, un objeto para su conveniencia.
Mi mente se desconectó, flotando en un lugar lejano donde el dolor no podía alcanzarme.
Cuando terminó, se dio la vuelta y se quedó dormido casi al instante.
Yo me quedé despierta, mirando el techo, sintiendo el vacío en mi interior.
A la mañana siguiente, mientras me cepillaba los dientes, sentí una oleada de náuseas tan fuerte que tuve que agarrarme del lavabo.
Vomité en el inodoro, mi cuerpo temblando.
Al principio, lo atribuí al estrés, a la noche horrible que había pasado.
Pero luego, un pensamiento helado se abrió paso en mi mente.
Mi período. Llevaba una semana de retraso.
Con manos temblorosas, busqué en el botiquín. Encontré una prueba de embarazo que había comprado hacía meses, en un momento de tonta esperanza.
Entré al baño, cerré la puerta con seguro y seguí las instrucciones.
Esperé los tres minutos más largos de mi vida, con el corazón latiendo con fuerza en mi pecho.
Finalmente, miré el resultado.
Dos líneas rosas. Positivo.
Me quedé mirando la pequeña ventana de plástico, sintiendo cómo el suelo se abría bajo mis pies.
No era una bendición.
Era una condena.