Así que lo intentamos. Pero los meses pasaban y nada sucedía. Cada prueba de embarazo negativa era una pequeña muerte, una confirmación de mi fracaso.
Ricardo se volvió más distante, más impaciente.
"Quizás el problema eres tú" , me dijo una vez, con una crueldad casual que me dejó sin aire.
Después de esa noche en que encontré el recibo del hotel, renuncié a esa esperanza.
Entendí que ningún hijo podría competir con su egoísmo. La noche de la gala anual de mi marca, el evento más importante de mi carrera, donde presenté la colección que me consolidaría como la mejor diseñadora del país, él no estuvo allí.
Me llamó una hora antes del desfile.
"Surgió algo urgente con unos inversionistas japoneses. No podré ir. Lo siento, mi amor. Rómpela" .
Su voz sonaba apresurada, distante.
Le creí. O quise creerle.
Subí al escenario al final del desfile, recibiendo una ovación de pie, con una sonrisa radiante en el rostro y un agujero en el corazón. Sola.
Dos días después, una de mis modelos, una chica joven y chismosa, me mostró una foto de una cuenta de Instagram.
Era la cuenta de una de las amantes pasajeras de Ricardo.
La foto la mostraba en una playa en Cancún, sonriendo, con el brazo de un hombre rodeándola. El rostro del hombre estaba fuera de cuadro, pero el reloj en su muñeca era inconfundible.
Era el reloj que yo le había regalado en su cumpleaños.
La fecha de la foto era la noche de mi gala.
Esa fue la traición final. El momento en que el amor que sentía por él se convirtió en cenizas.
Me quedé en el matrimonio por Luna. Por la estabilidad. Por el miedo a empezar de cero.
Mi abogado, un viejo amigo de la familia, me lo había dicho mil veces.
"Sofía, si te divorcias, Ricardo te destruirá. Usará a Luna en tu contra, te dejará sin un centavo. Él tiene el poder, el dinero, los contactos. Eres una diseñadora exitosa, sí, pero él es Ricardo Montero. Quédate, aguanta. Por tu hija" .
Y yo le había hecho caso. Había aguantado.
Ahora, con esta prueba de embarazo en la mano, un nuevo nivel de desesperación me invadió.
Un hijo no lo ataría a mí. Lo ataría a Daniela.
Pasé todo el día como en una neblina, tratando de contactar a Ricardo. Su teléfono me mandaba directo a buzón.
Llamé a su oficina.
"El señor Montero está en una reunión muy importante, señora. No se le puede molestar" , me dijo una voz que reconocí como la de Daniela.
Su tono era falsamente respetuoso, pero podía sentir su regodeo a través del teléfono.
Colgué, sintiendo una oleada de impotencia.
La noche llegó y Ricardo no apareció.
Alrededor de las nueve, su chofer trajo a Luna a casa.
"El señor Montero me pidió que le dijera que no vendrá a dormir esta noche. Tiene mucho trabajo pendiente" .
El chofer, un hombre mayor que me tenía aprecio, no me miró a los ojos cuando me lo dijo.
Sabía que estaba mintiendo.
Acosté a Luna, le leí un cuento y esperé a que se durmiera.
Luego, me puse un abrigo sobre el pijama, tomé las llaves del coche y salí.
No sabía exactamente a dónde iba, pero una fuerza oscura me guiaba.
Conduje hasta el exclusivo edificio de apartamentos donde sabía que vivían muchos de los empleados jóvenes de la empresa de Ricardo.
Di vueltas a la manzana, mi corazón latiendo con una premonición terrible.
Y entonces lo vi.
Estacionado frente al edificio, inconfundible, estaba el Mercedes negro de Ricardo.
Apagué el motor de mi coche al otro lado de la calle y me quedé mirando.
La lluvia empezó a caer, empañando el parabrisas, pero no me moví.
Esperé. No sé qué esperaba ver. Quizás solo necesitaba la confirmación visual, la prueba irrefutable que destrozaría la última pizca de negación que me quedaba.
Casi una hora después, Ricardo salió del edificio.
No estaba solo.
Daniela estaba a su lado, riendo, agarrada de su brazo.
Él se inclinó y le dijo algo al oído. Ella se sonrojó y le dio un juguetón golpecito en el pecho.
Él no se subió a su coche.
Se quedó allí, bajo la luz amarillenta de un farol, mirando cómo ella entraba al edificio. Se quedó parado unos minutos más, como un adolescente enamorado, con una sonrisa tonta en la cara.
La misma sonrisa que me había dedicado a mí al principio de nuestra relación.
Ver esa sonrisa en su rostro, dirigida a otra mujer, mientras yo estaba embarazada de su hijo, fue como ver mi propio funeral.
Finalmente, se subió a su coche y se fue en la dirección opuesta a nuestra casa.
Yo me quedé allí, bajo la lluvia, mientras el dolor, un dolor físico y abrumador, me doblaba por la mitad.
Se acabó.
Todo se había acabado.