Mis dos hermanos adoptivos, Mateo y Lucas, pasaron corriendo a mi lado, persiguiendo una pelota de plástico. Mi madre los detuvo con una suavidad que nunca usaba conmigo.
"Mis joyas, con cuidado, no se vayan a raspar," les dijo, su voz era miel. Les limpió una mancha imaginaria de la mejilla a cada uno.
Luego sus ojos volvieron a mí.
"Y tú, deja de hacer tanto ruido con esos pies. Pareces animal pateando el suelo. No sirves ni para eso."
Sus palabras no dolían, solo pesaban. Era la rutina de todos los días. Mis hermanos, a quienes recogió de la calle, eran sus "joyas". Yo, su única hija biológica, era una molestia.
A veces, en la noche, me miraba en el espejo roto de mi cuarto. Buscaba algún rasgo que me hiciera ajena a ellos. Pero era inútil. Tenía los ojos de mi padre, Ricardo, y la forma de la cara de mi madre. Una vez, buscando entre sus papeles, encontré mi acta de nacimiento. Sofía Vargas. Hija de María y Ricardo Vargas. No había duda, era su sangre.
Y eso hacía que todo fuera más confuso. ¿Por qué me odiaba tanto?
La fiesta de cumpleaños de mi abuelo fue en el patio grande de su casa. Toda la comunidad estaba ahí. Mi padre, un mariachi respetado, afinaba su guitarrón con su grupo. Yo me había puesto mi mejor falda de ensayo, una que había cosido yo misma. Iba a bailar para mi abuelo.
Cuando empecé, sentí las miradas de todos. Por un momento, fui solo la bailarina, la nieta talentosa. Pero entonces vi a mi madre. Estaba de pie junto a la mesa del pastel, con los brazos cruzados. Su boca formaba una línea delgada de desprecio.
Mientras giraba, "perdí" el equilibrio a propósito, como ella me había enseñado a hacer en casa para humillarme. Pero esta vez, en lugar de caer, me recuperé con un paso que no estaba en la coreografía. Un pequeño acto de rebeldía.
Su voz sonó por encima de la música del mariachi.
"¡Qué torpe eres, niña! ¡Siempre haciendo el ridículo! ¡Bájate de ahí, nos estás avergonzando a todos!"
El silencio cayó sobre la fiesta. La música se detuvo. Sentí cien pares de ojos sobre mí. Las lágrimas me quemaban la garganta. Corrí hacia mi padre, buscando su refugio.
"Papá..."
Él me abrazó fuerte. "No le hagas caso, chaparrita. Bailas hermoso."
Sentí un alivio momentáneo. Él siempre me protegía.
Pero entonces, mi madre se acercó. Agarró a mi padre del brazo y lo apartó unos metros. No podía oír lo que decía, pero vi sus labios moverse en un susurro rápido y urgente. Un secreto, como yo le llamaba a esas conversaciones misteriosas.
Vi la cara de mi padre cambiar. La calidez se evaporó. Su ceño se frunció. Se puso pálido. Cuando mi madre terminó de hablar, él se quedó quieto un segundo, como si procesara un golpe.
Luego se giró hacia mí. Sus ojos, que momentos antes me miraban con amor, ahora estaban llenos de algo que no reconocí. Furia, miedo, asco.
Caminó hacia mí.
"Lárgate a tu cuarto," dijo, su voz era un gruñido.
"Pero, papá..."
"¡Que te largues!" gritó, y me empujó con tanta fuerza que caí al suelo.
Me quedé ahí, en el piso de tierra del patio, con la falda sucia y el corazón hecho pedazos. No entendía nada. ¿Qué le había dicho mi madre? ¿Qué palabra, qué frase, podía transformar a mi protector en otro de mis verdugos?
Vi a mi madre acercarse a mis hermanos, sus "joyas", y abrazarlos. Los miraba con un amor infinito.
Yo me quedé sola, preguntándome qué había hecho para merecer tanto odio. ¿Qué secreto terrible podía convertir el amor en violencia en un solo susurro?
---